Virgilio,

  • CANTO I · La Selva Oscura

    La Selva Oscura. El monte venturoso. La pantera. El león. Aparición de Virgilio: invitación al viaje

    Canto I

    En medio del camino de la vida
    me vi perdido en una selva oscura,
    la buena senda errada y la andadura,
    cuando el alma vagaba adormecida.
    Largo fuera contar, que no se olvida,
    cómo era aquel lugar de desventura
    y es sólo recordar tanta amargura,
    y la mente quedar despavorida.

    Aquel lugar terrible, desolado,
    aquel lugar inhóspito, intrincado,
    aquel lugar de pena y destemplanza,
    aquel vagar sin rumbo ni sentido,
    y cuanto más los pasos, más perdido,
    sólo a la muerte tiene comparanza.

    Mas al llegar al pie de una colina
    donde acababa aquel valle de horrores
    que en la noche crucé, con mil terrores,
    y a punto estuvo de causar mi ruina,
    alcé los ojos, vi la matutina
    luz en el altozano. Mis temores
    cesaron al mirar los resplandores
    del astro que a los seres encamina.

    Y hé que al subir la cuesta, una pantera
    que me cierra el camino, y espantable,
    un altivo león terrible y fuerte,
    y de pronto, una loba, seca, fiera.
    flaca, voraz, ansiosa y miserable.
    Y perdí la esperanza de mi suerte.

    Como aquel que respira, superado
    el peligro mortal que le ha abatido,
    para ver, desdichado, que ha caído
    en otro más cruel y despiadado,
    así yo, que un instante, sosegado,
    miré aquel sitio del que no ha salido
    alma viviente, me sentí vencido
    por el espanto, y muerto, y devorado.

    Cuando lleno de horror retrocedía,
    vi una figura que me parecía
    sin voz: tal fue el silencio que sentí.
    Y al punto le grité en mi desespero:
    —¡Quien seas!, sombra u hombre verdadero,
    ¡ven en mi ayuda!, ¡ten piedad de mí!

    Me respondió: —Hombre no soy, lo he sido.
    Cuando Julio nací, aunque ya tarde,
    con Augusto viví, bajo el alarde
    de falsos dioses que hoy han fenecido.
    Poeta fui, y canté el valor cumplido
    de aquel hijo de Anquises que cuando arde
    la altiva llión, vencido —no cobarde—
    funda imperio mayor que el destruido.
    Y dime, ¿por qué estás en tanta pena
    y no subes al Monte venturoso,
    razón y causa de toda alegría?

    Y al escuchar su voz, tornó serena
    mi alma, pese al valle tenebroso,
    porque mi corazón le conocía.

    Así, ¿tú eres Virgilio? ¡Luminar
    de los poetas, nobilísima fuente
    de palabras, caudal que justamente,
    por su grandeza, se llamara mar!
    Cuántas horas he puesto en estudiar
    tus libros, larga y amorosamente,
    por ti, se me mostró, sabio eminente,
    mi Maestro, el gran Arte y su rimar.

    —Mira la fiera que me está acosando,
    impidiéndome el paso, su presencia
    sola me hace temblar venas y pulso.
    Mira el lugar al que me va arrastrando,
    ayúdeme, ante ella, tu prudencia,
    pues en mí se ha parado todo impulso.

    —Te conviene tomar otro camino
    —respondió—, esa fiera es tan malvada,
    sanguinaria, perversa y despiadada,
    que es matar por matar, su desatino.
    Su natural es bajo y tan mezquino
    que no se sacia nunca. No acabada
    de devorar la presa y la punzada
    de hambre mayor abrasa su intestino.
    Mas llegará el Mastín que entre dolores
    la ha de dar muerte, porque Él no atesora
    oro ni tierras, sino paz Amor.
    Él la habrá de arrojar a los horrores
    del Infierno, de donde, en mala hora,
    la hizo salir la envidia y su rencor.

    Seré tu guía, por eso he pensado
    que te habré de sacar de este paraje
    de otra manera, tras un largo viaje
    por eterno lugar no visitado.
    Oirás el llanto del desesperado
    para siempre y el canto del linaje
    que, humilde en su tormento, da homenaje
    al que ver es ser bienaventurado.
    Y en el lugar que todo en Él consiste,
    feliz aquél a quien consigo lleva, ser
    más digno que yo, te ha de guiar.

    —¡Por ese Dios que tú no conociste,
    ayúdame, Poeta, en cuanto deba!
    Y así empecé a seguir su caminar.

  • CANTO II · La Tentación del Desaliento

    La tentación del desaliento. La razón de la lucha: El amor de las tres santas mujeres. El poder de la piedad. Comienza el viaje.

    Canto II

    Expiraba ya el día, convidaba
    el aire a descansar de sus fatigas,
    y hombres y bestias buscan las amigas
    caricias. En silencio reposaba
    todo. Solamente yo me aprestaba
    a la dura batalla, enemigas
    todas las fuerzas, todas las intrigas
    e insidias de la noche que empezaba.

    ¡Cuánto pesa la lucha en soledad!
    ¡Cuánto impide el sentir que están dormidos
    los otros! ¡Cuánto cuesta a los sentidos
    el intento del Bien y la Piedad,
    si no son dulcemente compartidos!
    Vosotras lo sabéis, Musas: ¡Hablad!

    He aquí que apenas iniciado
    el paso, parecióme la aventura
    muy grande para mí, quizás locura
    de un soñador al sueño abandonado.
    Miré mis fuerzas, vime acobardado,
    miré mis luces, vime mi negrura,
    miré mis ansias, vi tanta amargura…,
    miré mi corazón…, ¡tan fatigado!

    Y como el que desvía la mirada
    del noble esfuerzo y en el punto mismo
    se pierde, tal fue en mí, cuando dudé.
    —¡Poeta! —dije—, ve que no soy nada:
    ¿Cómo voy a cruzar por el abismo?
    Dímelo tú, que yo ya nada sé.

    Pero la sombra de mi noble Guía
    me respondió:
    —Si mal no he comprendido,
    teme tu corazón entristecido,
    y manda en tu razón, la cobardía.
    ¡Cuántas empresas, que cual claro día
    habrían de ser luz, no se han cumplido!
    ¡Cuántos nobles deseos se han perdido
    en las arenas de esa amarga ría!

    Como la bestia que corre espantada,
    al ver su propia sombra, perseguida
    por la imaginación de sus terrores,
    así tú. Quede tu alma sosegada.
    Te daré la razón de mi venida
    y ella te librará de tus temores.

    —Me hallaba con los míos, suspendido
    en ese sitio sin pena ni gloria,
    donde no existe ni vergel ni escoria,
    pues que la salvación no ha conocido,
    cuando Aquella, —a quien siempre tú has querido
    y que, dulce, te guarda en su memoria—,
    llegó hasta mí y me contó tu historia
    con suave voz y acento compungido.

    Bellísima bienaventurada
    bajó hasta allí, desde el más alto Cielo,
    movida del amor y la piedad.
    Beatriz es su nombre. En su mirada
    brillaba el ansia por tu desconsuelo,
    y me habló, más hermosa en su bondad:

    —"El alma de mi amigo está acosada
    en la desierta playa, ya la huida
    a punto de emprender. ¡Vete enseguida!
    ¡Sácale de la senda desgraciada!
    Con tu palabra noble e inflamada,
    con cuantos modos tu saber decida,
    con cuanto sea, por salvar su vida,
    ve en su ayuda, y yo quede consolada."

    Y yo le respondí: —Presto, Señora,
    me hallo a cumplir cuanto de mí reclames;
    tarde se me hace ya el obedecer,
    pero del bien que en vuestros ojos mora,
    dame razón, para que así me inflames
    y así el Amor me diga qué he de hacer.

    Y ella me dijo: —“La Mujer que es todo
    piedad, la que mitiga todo juicio,
    la que encuentra remedio en el perjuicio
    y salva al hombre de su triste lodo,
    miró a mi amigo, y con su dulce modo,
    habló a Lucía, que en su atento oficio
    vino a mí. Y yo pongo en ejercicio
    el ansia de las tres, que es una en todo."

    —Y la que descendió del Paraíso
    sus ojos me mostró, llenos de llanto,
    que me incitó a venir con más presteza.
    Y aquí me tienes, tal como ella quiso,
    para salvar tu vida de este espanto
    y guiarte al umbral de la Belleza.

    —Así pues, ¿Qué te ocurre? ¿Por qué quedas
    ahí? ¿Qué le ha pasado a tu valor?
    ¿Por qué albergas en ti tanto temor?
    ¿Acaso hay causa porque al miedo cedas?
    Mira la gran razón y así procedas:
    Tres benditas mujeres, con amor
    suplican en el Cielo en tu favor.
    ¿Hay cosa alguna que en su honor no puedas?”

    Como la flor doblada, adormecida
    por el nocturno hielo, el sol levanta,
    así pasó a mi corazón cansado.
    Sentí nacer en mí el fuego apagado
    y soltándose el nudo a mi garganta,
    empecé a hablar como persona ardida.

    —¡Piadosa Aquella que acudió en mi ayuda!
    ¡Leal amigo, que hasta mí viniste,
    y, presto, al dulce ruego respondiste
    sin rastro alguno de temor ni duda!
    Mira todo mi ser, cómo se muda
    a tus palabras que en amor prendiste,
    mira mi corazón que reviviste,
    mira mi fe que, firme, a ti se anuda.

    ¡Camina! Uno es ya nuestro deseo.
    Se tú el Maestro, el Señor y el Guía.
    Ansioso me hallo de emprender el viaje.
    Poco es mi vida, para el bien que veo.

    Y tras sus pasos, penetré en la vía
    de aquel lugar arriscado y salvaje.

  • CANTO III · La Puerta de la Muerte

    La puerta de la muerte. El lugar de nadie: los indiferentes. El río Aqueronte. Caronte el barquero. Los huidos de la justicia Divina.

    Canto III

    “Por mí, se llega a la ciudad doliente.
    Por mí se llega hasta el dolor postrero,
    al rechinar, al llanto, al desespero.
    Por mí, se va tras la perdida gente.
    Justicia fue mi causa: justamente,
    Sumo Poder, Saber y Amor Primero
    me creó, cuando se hizo el traicionero,
    antes que el mundo: duro eternamente.
    Albergo al que, maligno, se destruye
    en el odio y cifra su existencia
    en la envidia. Sabed a dónde vais.
    Albergo al miserable que rehúye
    al Bien, a la Verdad y a la Clemencia.
    Dejad toda esperanza los que entráis."

    Estas palabras, en color oscuro,
    vi escritas en lo alto de una puerta,
    y volviendo mi cara, como muerta,
    a mi Señor, le dije: —“Es muy duro
    esto que aquí se pone”. E, inseguro,
    quedéme quieto y mudo, pues no acierta
    la lengua con palabras, cuando yerta
    queda el alma ante el terrible muro.

    Mas mi Maestro, rápido en mi ayuda,
    me respondió: —Tú deja, despreciables,
    los miedos que acobardan y son ruina.
    Ya te hablé de este sitio. En él, sin muda,
    viven las tristes gentes, miserables,
    perdido el bien de la visión Divina.

    Y entrando, en un aire sin estrellas,
    resonaban bramidos, ayes, llantos,
    alaridos de horror, gritos y espantos
    de muchas lenguas, y con todas ellas,
    un tumulto de voces y querellas,
    de rechinar de dientes y quebrantos,
    rugidos, golpes de ira, y todos cuantos
    ruidos haya sin luz, ni notas bellas.
    Un estrépito como en remolinos,
    de viento ciego en ciegos torbellinos,
    y el ulular continuo que enloquece.

    —Maestro, dime lo que estoy oyendo,
    y quién es esa gente que gimiendo,
    tan dominada del dolor parece.

    Él respondió: —Tal mísera existencia
    llevan aquellos que al vivir no hicieron
    ni bien ni mal, pues todo lo que pusieron
    a su comodidad y conveniencia.
    Mezclada va esta burda descendencia,
    con los ángeles que se mantuvieron
    neutrales y que —infames— sólo dieron
    a Dios, que les dio el ser, indiferencia.

    Los repugna lo mismo la Justicia
    que la Misericordia, rechazados
    igualmente del Cielo y del Infierno,
    abyectamente arrastran su inmundicia
    y de todos los mundos despreciados,
    es el olvido su destino eterno.
    Pasa de largo, pues no valen nada.

    Vi un mísero estandarte que corría
    de un lado a otro, y ciega, le seguía
    tal multitud ingente, en desbandada,
    que pensé que la muerte en su lazada
    a tantos nunca recoger podría,
    vi al que renuncia al bien por cobardía,
    y que ni a Dios ni a su enemigo agrada.

    Aquellos desgraciados corazones
    que nunca dieron prueba de estar vivos,
    perseguidos, infectos, inhumanos,
    por tábanos, avispas, moscardones,
    y su sangre y su llanto, fugitivos,
    era, en el suelo, pasto de gusanos.

    Más a lo lejos, divisé otra gente,
    a la orilla de un río caudaloso,
    donde, en huida de invisible acoso,
    se hacinaba confusa y torpemente.

    Un anciano barquero de imponente
    figura, se acercaba remando vigoroso,
    y cual golpea el látigo furioso,
    restallaba su voz, dura, inclemente:

    —¡Ay de vosotras, almas pecadoras,
    nunca esperéis volver a ver el cielo!
    Vengo a llevaros a la otra ribera,
    donde no existe el día ni las horas,
    a las tinieblas, al calor, al hielo.
    Tal es la eternidad que allá os espera.

    ¿Y tú, quién eres, criatura viva?
    Pues no habrás de pasar el Aqueronte
    en mi barca.
    —Sosiégate, Caronte,
    —dijo mi Guía— está dispuesto arriba
    por quien todo lo puede. Grite, altiva,
    tu voz sobre la turba. Fiero, imponte
    sobre ellos. Es otro el horizonte
    del que acompaño y otra causa estriba.

    Ya las almas, desnudas, sollozaban
    y , rechinando dientes, blasfemaban
    de Dios y de sus padres y la vida.
    Caronte, entre amenazas, las recoge
    y la que rezagada se le antoje,
    es a golpes de remo conducida.

    Como una a una las hojas van cayendo
    en otoño, y la rama demudada
    ve los despojos, como en desbandada
    las aves al reclamo, iban viniendo
    las almas pecadoras, que gimiendo
    entraban en la barca desdichada,
    que lleva a la otra orilla la malvada
    descendencia que grita enloqueciendo.

    Van por las aguas pardas navegando,
    hacia el lugar infame, encenagado,
    que al que no teme a Dios está aguardando.
    Y aún no desembarcadas y a la espera,
    en el triste lugar ya se ha formado
    nuevo grupo de gente lastimera.

    Y mi Guía me dijo: —En esta orilla
    vienen a reunirse los que mueren
    en la ira hacia Dios y sólo quieren
    huir de la Verdad que los humilla.
    No pueden soportar la Luz que brilla
    en la Justicia y —míseros— prefieren
    el mismo infierno, porque en él pudieren
    ocultar su vileza y su mancilla.

    De pronto, aquel lugar tembló espantado
    y la tierra del llanto sacó un viento
    de oscura llama, cual del rojo leño.
    Y ya no supe más, caí abrumado
    y me desvanecí en aquel momento,
    como un hombre vencido por el sueño.

  • CANTO IV · Primer Círculo

    Primer Círculo: El Mundo sin Luz: El recuerdo del hombre que libertó a Adán. Encuentro con los grandes poetas. El castillo de las almas nobles.

    Canto IV

    Terrible trueno resonó en mi mente
    y me hizo despertar. Me vi llegado
    al borde del abismo, desolado
    lugar donde mora la doliente
    multitud. Retumbaban tristemente
    los ayes del dolor, profundo y abrumado,
    y en tan densas tinieblas penetrado,
    que fatigué la vista inútilmente.

    —Descendamos, ahora, al mundo sin luz
    —dijo mi noble Guía, conmovido
    y pálido—. Y yo, al ver su blanca faz:
    ¡Maestro!, si vacila la virtud
    de tu valor, ¿qué haré? —Hijo querido,
    lo que en mi rostro ves, sólo es piedad.

    Y siguiendo sus pasos, me adentré
    en el primer círculo infernal
    y oí suspiros de tristeza tal,
    de penas sin tormento, que temblé.

    —¿No me preguntas nada, ni por qué
    llora esta gente? ¿No preguntas cuál
    es su falta? Pues sabe que no hay mal
    en ellos. Y yo supe y me callé.

    Y él siguió: —No lloramos por pecado,
    ni indolencia: que humano bien hicimos;
    mas sin la Fe no hay bienaventuranza.
    Nuestro vivir es sólo inalcanzado
    deseo del gran don. De eso sufrimos.
    —Dime —exclamé—: ¿Os queda una esperanza?

    Él respondió: —Me hallaba en este estado
    desde poco, y un Hombre Poderoso,
    de dulce faz y gesto bondadoso,
    con cetro y de diadema coronado,
    bajó hasta aquí. Nacía en su Costado
    tal torrente de luz, que este penoso
    lugar fue, en su presencia, venturoso
    día. ¡Nos dejó el corazón arrebatado!
    Se llevó a Adán, a Abraham, a los profetas
    y a muchos otros se llevó consigo
    a su Reino de Luz, de donde vino.
    Y no te digo más, que mi ansia aprietas
    y yo no llego a más, querido amigo,
    no me atrevo a esperar lo que adivino.

    Vi a lo lejos un fuego que vencía
    tinieblas y no era la distancia
    mengua para el aprecio y la importancia
    que supe que a su gente se debía.
    —Dime, Maestro, honor de la Poesía,
    ¿quiénes son los que tienen la ganancia
    de tal favor?, ¿cuál es esa sustancia
    que hasta aquí manifiesta su valía?

    Y él respondió: —Este don se reserva
    a los que en su vivir, se acompañaron
    de obras de gran valor y gran virtud.
    Tal es el bien, que siempre se conserva
    y acompaña a las sombras que dejaron
    la vida, antes hombres, con su luz.

    Y una gran voz clamó con gallardía:
    —¡Salve a nuestro altísimo Poeta!
    ¡Vuelve su noble sombra, siempre inquieta
    por la belleza y por la cortesía!

    Vi llegar en afable compañía,
    un grupo, cuatro sombras, recoleta
    figura y noble porte, faz discreta,
    sin muestras de tristeza ni alegría.
    Y mi amado Maestro, nunca en vano,
    me mostró a aquellos cuatro, verdadero
    honor del hombre y todo su linaje:
    —Homero, Horacio, Ovidio, y a Lucano.
    Entre nosotros —dijo— no hay primero
    y todos nos rendimos homenaje.

    ¡Siempre mi alma estará reconocida
    por el honor más alto que en el suelo
    cabe! ¡Poder mirar la cima donde el vuelo
    del Canto tiene nombre y se apellida
    en ésos, que tras dar la bienvenida
    a mi Señor, me dieron el consuelo
    sin par de su amistad, igual modelo
    de equidad, de nobleza y de medida!

    Fuimos hasta un castillo, rodeado
    de siete muros y un arroyo claro,
    que bastábale el pie para pasarle.
    Cruzamos siete puertas hasta un prado,
    con mucha gente, de verdor no avaro,
    y subimos a un alto a contemplarle.

    Vi a los héroes nobles, valerosos,
    las mujeres sencillas y prudentes,
    los caudillos preclaros y clementes
    y a los que juzgan misericordiosos;
    los sabios esforzados y piadosos
    de las miserias de las pobres gentes;
    vi a los hombres honrados y valientes,
    y a los humildes y a los generosos.
    Vi, allí, a todos aquellos que buscaron
    el bien y de él hicieron su ropaje
    con la fe en una bella Humanidad.
    Y del grupo de seis se separaron
    dos, para que uno prosiguiera el viaje
    que pidió para él, la que es Bondad.

    Dejad, poetas, que éste, que ha llegado
    tras vuestros pasos en peregrinaje
    a este lugar, hoy ponga en el lenguaje
    que no alcanza a esperar, enamorado,
    su ruego a Aquel del pecho traspasado.
    Y si una vez bajó, pida que baje
    y que unas dulces manos borden traje
    de boda para el que desarrapado,
    se siente indigno.

    Un ruego que sostenga:
    si no llega a esperanza, sea sueño,
    y este sitio de humano padecer
    sea, todo él, deseo, porque venga
    el que está ausente pero que es su Dueño,
    y esta vez, a su lado, ¡la Mujer!

  • CANTO IX · Esperando la Ayuda Prometida

    Esperando la ayuda prometida. Terrores antiguos: Las Erinnias. Gorgona. La llegada del Ángel. Entrando en la ciudad del mal. El Cementerio.

    Canto IX

    —Pues se me ha ofrecido...

    Yo sentía en su voz que le embargaba
    una extraña inquietud. Y él —que notaba
    mi advertencia—, puso atento el oído,
    buscando en las tinieblas un sonido
    —ya que la vista apenas alcanzaba
    a nuestros rostros—, mientras yo atisbaba
    sus gestos, entre ansioso y afligido.

    —“Venceremos, si no…, mas, cuánto tarda…
    Pero me fue ofrecido…” Ocultaba
    que algo iba mal, y a más que procuraba
    calmar mi corazón, que se acobarda
    tan fácilmente, en aquellos momentos
    sólo tenía negros pensamientos.

    —Di: ¿Bajó al fondo de la cuenca oscura
    alguno de vosotros, los del primer
    círculo? Y él: —No suele suceder:
    sólo hay maldad, envidia y amargura.
    Pero a veces nos mueve la ternura:
    yo estuve aquí una vez, una mujer
    me conjuró, y para detener
    su llanto, bajé a la sepultura
    del traidor para sacar un alma
    del más hondo lugar, el más oscuro
    y lejano y de más triste sino.
    Fue al poco de mi muerte, así, ten calma,
    tan pronto aquél que espero abra este muro,
    proseguiremos, conozco el camino.
    Pero hay que entrar, las aguas pestilentes
    nos rodean...
    Él siguió…, yo no oía,
    rígido ante el espanto que surgía
    a mis ojos de las torres ardientes:
    tres formas femeninas con serpientes
    por cabellos, y la sangre caía
    de sus rostros, mezclándose en la orgía
    del veneno que aguardaba en los dientes
    de sus turbias melenas, ¡como un reto!

    Mas no al valor de mi templado Guía:
    —Ve, Meguera, Tisífone y Aleto,
    son las verdugas, las hijas espurias
    de la Hidra maldita, de la Arpía,
    son las Erinnias, las terribles Furias.

    En obsceno arrebato, desgarraban
    sus pechos con las uñas, ofendidas
    de nuestra indiferencia, y encendidas
    de rabia y de furor, nos insultaban
    con palabras soeces y llamaban
    a maldades mayores que escondidas
    se encuentran al acecho en sus guaridas,
    aguardando sus presas, que allí acaban
    a la postre, rendida y fácilmente.

    —¡Llamemos a Gorgona y le convierta
    en piedra! ¡Que le seque el deseo!
    ¡Venguemos el ataque de Teseo
    y quede su alma eternamente yerta!

    —¡Vuélvete! —exclamó inmediatamente
    mi Señor—. Si ese horror se presenta
    y tú le miras a la cara, sabe
    que todo está perdido. Y por si cabe
    a mi curiosidad, él, por su cuenta,
    puso sus manos sobre mi sedienta
    faz, por no dejar al azar la llave
    del descuido.

    Sepa, el que escucha, el grave
    y terrible mensaje que se inserta
    en versos misteriosos: “¡Nadie tiente
    al mal!” Las sombras, hábilmente,
    buscan que el alma ingenua y vanidosa
    entre en la red mortal de su falacia.
    La batalla final y victoriosa
    sólo es de quién es todo Luz y Gracia.

    Me llegaba el sonido impetuoso
    de un terrible ciclón que retumbaba
    en laguna y riberas. Yo palpaba
    la euforia de mi Guía que gozoso
    deshizo de mi cara el amoroso
    escudo de sus manos. Emanaba
    nueva y profunda paz que iluminaba
    su dulce rostro, antes temeroso
    y triste: —¡Mira! ¡Ve la espantada
    de los furiosos!
    No vi saltar
    las ranas cuando ven a la serpiente
    enemiga, ni cuenca dilatada
    por más hondo terror, que el pulular
    ante aquél que avanzaba firmemente,
    espantando las aguas de tal modo
    que parecía hollar el firme suelo.
    A veces apartaba como un velo
    el aire denso, pues el triste lodo
    huía a su pisada, cual si todo
    él llevara en su mirada el Cielo
    de donde procedía, y todo el celo
    del Amor por espada y acomodo,
    sin importarle nada más.
    Mi Guía
    me hizo guardar silencio y la distancia
    obligadas, y bajamos la cara
    ante el ser luminoso que seguía
    avanzando y, sin más importancia,
    abrió el lugar con una simple vara.

    Luego, con ese hastío indiferente,
    ese desdén al mal que da la ciencia
    que sabe la victoria y la paciencia,
    surgió a su voz —ni airada ni clemente—
    sobre aquellos que fueron en naciente
    día, sus amigos, y tras la violencia
    del maligno, enemigos. No hay dolencia
    ni rencor en su tono, solamente
    verdad:

    —“¡Cuándo conoceréis que estáis
    vencidos y que sólo la gloria
    de Aquella a quién teméis, porque la odiáis,
    os mantiene! Basta tan sólo que Ella
    apoye su sandalia, y sin más huella,
    sólo seréis horror, sólo memoria
    de horror”.
    Y cuando hubo cumplido
    su misión se fue, con la mirada
    fija, a la sonrisa enamorada
    que le envió, dejando en el olvido
    todo lo demás.

    Algo compungido
    quedé: busca, el que sólo es nada,
    la atención, pese a serle otorgada
    la caridad del más enaltecido
    de los seres. Y entramos. Sólo había
    campos de soledad y de amargura
    por doquier al envés de la muralla.
    Ni casas ni ciudad. Sólo agonía
    de cementerio, de fuego, de locura,
    de sinrazón. El corazón estalla.

    Porque en esos sepulcros, enterrados
    cabeza abajo, las piernas al vacío,
    pataleando, ¡hay hombres! ¡y es mío
    su linaje!... Peones utilizados
    por el odio… ¡hay hombres! Desafío
    donde escupe el maligno el poderío
    contra el Amor: ¡hombres desesperados!

    Siento el frío que abrasa mi cabeza:
    querer ser como Dios desde la nada
    y al modo de la nada, en el horror
    de la envidia y de la muerte, la realeza,
    la dignidad del ser pisoteada,
    y la siembra del miedo y el terror
    sobre los hombres. Y esto no es humano,
    no es propio de la raza que lo siente
    como mal, se esconde en la serpiente,
    engaña a un ser pequeño, más ufano
    que malicioso y, al cabo, el hermano
    mata al hermano, y empieza la doliente
    soledad sobre la arena ardiente,
    y el sueño de un recuerdo en el arcano
    del alma.

    “¡Cuándo conoceréis
    que estáis vencidos, que Aquella a quien teméis
    —porque la odiáis—, ostenta la victoria
    por encima del tiempo y de la historia!”

    Sabed que la sonrisa iluminada
    que nació el universo a su mirada
    es de los hombres. Suya es la promesa,
    suyo es el canto alegre y cristalino,
    suya la luz y el goce en el camino,
    suyo el manto y el lino de la mesa,
    suyo el cristal del vaso en que se besa
    el vino, el sueño peregrino,
    la pureza, y suyo el Ser Divino
    porque quiere ser suyo y se embelesa
    en su esclava: Hija, Madre, Esposa.
    En su Gracia concibe toda cosa
    y de su nombre nace todo nombre.

    Sabed que la sonrisa enamorada,
    sólo distinta a Dios porque es creada,
    es Madre: es la Madre de los hombres.

  • CANTO V · El Infierno de los Tormentos

    El infierno de los tormentos: Minos el examinador de las culpas. Segundo Círculo. El viento infernal: los prisioneros del amor carnal. La historia de Paolo y Franchesca.

    Canto V

    Descendimos al círculo segundo,
    de más estrecho cerco y doloroso.
    Allí Minos, terrible y espantoso,
    analiza las culpas e infecundo,
    ordena el puesto que en el ciego mundo
    se asigna a cada alma. Temeroso,
    confiesa el ser sus faltas. Sin reposo,
    él dispone el tormento en el inmundo
    hueco.
    Inmisericorde, frío, duro,
    marca el sitio preciso, tan seguro,
    que nada queda al alma examinada;
    y, mísera, al huir de la Justicia
    del Amor, se somete a la inmundicia
    de la sentencia hostil y despiadada.

    Secas, de pie, las almas, una a una,
    Minos las analiza, clasifica
    y decide. Duramente despotrica
    y rechinan sus dientes. No hay ninguna
    esperanza. Implacable tribuna
    de soberbia, silogismo que se aplica
    a analizar miserias, no se implica
    en el dolor. ¿Piedad?.., ¡si hubiese alguna…!
    Pero él no sabe qué es, él, desalmado,
    ignora al alma y mide su pecado.

    —Tú, que vienes al doloroso hospicio
    —me gritó—, no te fíes, no te engañe
    lo amplio de la entrada.
    —No te atañe
    éste —dijo mi Guía—, ve a tu oficio,
    que tú no sabes nada.

    No existía
    luz en aquel lugar. Vientos contrarios
    desgarraban su espacio, adversarios
    mares siempre sin tregua. Se sentía
    el rumor del gemir en agonía
    en el aire, tristes itinerarios
    de dolor, puñales sanguinarios
    en dura lucha y en tenaz porfía.

    Y supe que allí estaban los que niegan
    a la razón, siguiendo el apetito
    de la pasión del cuerpo al que se entregan.
    Y su pasión, sin rumbo ni sentido,
    se ha convertido en vendaval maldito,
    muerto el placer y el corazón perdido.

    ¡Como las bandas de los estorninos
    llegado el tiempo frío y el desdeño,
    y el terrible huracán!... El blando sueño
    ya no tiene lugar: secos espinos
    aguardan la carnaza, desatinos
    de sangre y plumas, y el que fue dueño
    de su volar, hoy gime en el empeño
    de evitar el puñal. Los dulces trinos
    hoy son gritos de horror.
    Así llevaban
    los vientos a las almas que en hilera,
    sollozaban, gemían, blasfemaban,
    y sus llantos se tornan en aullidos
    sobre la horrenda sima, bramadera
    donde se sorben todos los gemidos.

    —Maestro, yo querría conversar
    con ésos que al mirarlos, me parecen
    vilanos en el aire, cuando crecen
    los cardos y es el tiempo de soñar...
    ¡tan leves son!… ¿qué han hecho para estar
    aquí?... tan tiernos que enternecen...

    —Llámalos —dijo—, tu piedad merecen.
    mira, no su pecado, su pesar.
    Ellos se acercarán cuando les llegue
    el remolino que les encadena,
    escucha de sus labios triste historia
    y sabrás cómo, a veces, una pena
    hace que, ciego, el corazón se niegue,
    encerrada en un punto su memoria.

    —¡Vosotros! que miraros me estremece,
    enredados, no heridos, triste vuelo
    teñido de dolor y desconsuelo,
    ¡venid!, si el viento oscuro no lo empece.

    Ellos se me acercaron, enmudece
    ver dos palomas en ausente cielo
    empañados sus ojos por un velo
    que impide al corazón y entenebrece
    el alma.

    Tú, que miras nuestra herida,
    dijo ella — él sólo sollozaba—,
    un instante nos ata, es imposible
    borrarlo, no tenemos otra vida
    que él. Todo allí empieza y acaba
    para nosotros. Y oye lo indecible:

    “¡No hay mayor dolor, en la miseria,
    que recordar el tiempo de la dicha!”,
    tu Maestro conoce esta desdicha,
    y bien lo sabe… Triste, la materia
    muere…, la vida, fulgurante feria,
    se apaga... El alma se encapricha
    y se resiste a abandonar la ficha
    de su juego. Ignora cuán seria
    es su elección:
    “Un libro, aquel pasaje
    cuando el hombre, mudo de embeleso,
    besa como nadie hizo jamás.
    Solos..., mi casto amigo, dulce paje,
    puso en mis labios su encendido beso…
    Y aquella tarde no leímos más”

    “Aún me tiembla la sangre derramada
    por injusto puñal que nos dio muerte,
    en venganza de honor. Fue nuestra suerte
    pasión ante la ira arrebatada.
    Pero más triste y dolorosa espada,
    aquel instante, dulce, que tan fuerte
    nos enredó. Aquí somos inerte
    recuerdo, donde el alma, atribulada,
    nada quiere esperar. Porque, imborrado,
    siempre lloramos el placer perdido
    que nos azota en viento yermo y yerto.”

    —¡Qué sutil es la tela del pecado!

    Y lleno de piedad, perdí el sentido
    y caí en tierra como un cuerpo muerto.

  • CANTO VI · Tercer Círculo

    Tercer Círculo. El cenagal de la lluvia eterna: Cerbero. Las almas encenagadas en el placer de los sentidos. Diálogo con Ciacco sobre Florencia. Primera predicción.

    Canto VI

    Me desperté del desvanecimiento
    de la pena, en el círculo tercero,
    el de la lluvia eterna. Allí Cerbero
    ladra con tres gargantas. Ni un momento
    cesan lluvia y aullidos en tormento
    continuo. Hiede la tierra, vertedero,
    lodazal, agua sucia, sumidero
    de dolor, soledad y desaliento.

    Se ceba el monstruo con los condenados,
    hunde, desgarra, arranca y despedaza
    los cuerpos con sus uñas avezadas,
    y aquellos miserables atrapados,
    queriendo huir, le dan como carnaza,
    las partes que no han sido desgarradas.

    Ojos rojos de sangre, desvaídos,
    pelo negro y grasiento, vientre hinchado
    y vacío; tres bocas —desgarrado
    deseo—, los miembros, estremecidos,
    no dejan de temblarle. Entre alaridos,
    corre por el oscuro descampado.
    El agua le hace aullar desesperado,
    desesperando el aire y los oídos.

    Mi Guía tomó tierra y a puñados,
    se la arrojó a sus fauces. Cual se aquieta
    el perro ante el festín y sólo atiende
    al mísero quehacer de sus bocados,
    así la fiera se quedó sujeta
    a su ansia, lodo que hacia el lodo tiende.

    Íbamos sobre formas aplastadas
    bajo la recia lluvia, parecía
    que eran cuerpos humanos, atonía
    de miembros inconexos, abotargadas
    mentes inanes, ciegas, desvariadas.
    Perdida al par que la razón, la hombría,
    eran barro que en barro se movía.

    Una de aquellas formas desgraciadas
    se alzó y me dijo: —Di si me conoces,
    viví en tu tierra cuando tú naciste…
    Dime que aún os acordáis de mí.

    —La lluvia y tus tormentos tan feroces,
    te desfiguran. Pero di: ¿quién fuiste?
    ¿Cuál es tu nombre? ¿Por qué estás aquí?

    —Tu ciudad, que rebosa de la envidia
    hasta colmarla, fue también la mía
    y yo también la amé. No es mi agonía
    por robo, por traición ni por falsidia.
    Ciacco es mi nombre, caí en la perfidia
    del comer y el beber; sin otro guía,
    se fue quedando mi razón vacía
    y me hundí en la negrura y la desidia.

    —Ciacco —dije—, tu pena me conmueve
    y me llena de lástima, mas dime,
    si lo sabes, la Patria, ¡tan querida!,
    ¿cuál es la causa que a sus males mueve?
    ¿hay algún justo aún, en que se estime
    esa ciudad, tan bella y dividida?

    Y él: —Bando blanco contra negro bando
    y entre ambos, la soberbia, la codicia
    y la envidia; orgullo e impericia
    con su vana pasión, están sangrando
    la dulce tierra que el ser nace amando.
    ¡Cómo duele mirar cómo se envicia
    y que la fatuidad y la estulticia,
    ufanas, llevan el timón y el mando!.
    Hay justos, sí. Nadie les hace caso.
    Se desprecian los nobles ideales.
    Todos buscan riquezas y poder.
    Nave dejada al rumbo del acaso…,
    Escollos, arrecifes, arenales.
    Tal es su suerte. No lo quieren ver.

    Cuando regreses a la dulce tierra,
    deja entre los hombres la memoria
    de mi nombre. Ya la oscura noria
    se acerca; ya mi razón se encierra
    para siempre… Pero mi ser se aferra
    a ser en lo que amé.

    —¡Giacco, tu historia
    vivirá! Triste rememoratoria
    de este momento en que tu amor se aterra.

    Alzó luego él, los ojos con tristeza,
    me miró un poco, inclinó la cabeza,
    y cayó al lodo con los otros ciegos.

    Dijo entonces mi Guía: —Se ha apagado
    del todo. Ahora es barro que ha olvidado
    su fe, su amor, su causa y sus apegos.

    Y añadió: —De aquí ya no se levanta
    hasta el día en que la omnipotencia,
    en su infinito Amor y su paciencia,
    entregue al Ángel, la trompeta santa.
    Irá a la tierra que su cuerpo aguanta,
    recogerá su carne, y la sentencia
    de la suma Bondad, suma Prudencia,
    no añadirá más pena a cuanta
    hoy tiene.

    Proseguimos por el cerco,
    hasta el lugar en donde se desciende
    a círculo más hondo y más rapaz.
    Y allí encontramos, altanero y terco,
    al monstruo turbio cuya vista ofende:
    Plutón, el enemigo de la paz.

  • CANTO VII · Cuarto Círculo

    Cuarto Círculo. Plutón. El ansia de las riquezas. Fatuidad de la fortuna. Quinto Círculo. La Laguna de Estigia. Los sumergidos en la ira y el descontento.

    Canto VII

    —¡Vence Satán! ¡Vence Satán! ¡Parad!
    —chilló inquieto Plutón—.
    —¡Calla, maldito
    lobo! Remuérdete en tu rabia, grito
    impotente de la fatuidad
    —le respondió mi Guía—. Tu impiedad
    es nada a nuestro viaje que está escrito
    en lo alto. Miguel, ángel bendito,
    quebró a tu dueño. Vence la Humildad.

    Como la vela hinchada por el viento
    cae en mil pliegues cuando el mástil quiebra,
    así cayó la bestia sin sustento.
    Y penetramos en la cuarta zona,
    de más hondo morder de la culebra,
    allí donde el pecado no abandona.

    ¡Ay, Justicia de Dios! ¡Cómo desgarra
    la propia culpa! ¡Cómo se vuelve
    contra su autor y cómo se revuelve
    contra todos! Encono sin amarra,
    es la lucha de garra contra garra,
    furiosa y obstinada, que se envuelve
    más y más en su horror, y se resuelve
    en más furia aún. ¿Cómo se narra
    lo que vi?
    Como olas encrespadas
    rompen y se destrozan enfrentadas
    —eterna lucha de enemigos mares—,
    aquellos elementos ensañados,
    aquellos seres ciegos y ofuscados.
    Y era más gente que en otros lugares.

    Desde puntos contrarios empujaban
    grandes pesos, aullando, estallando
    sus pechos del esfuerzo, jadeando,
    pifiando como bestias. Se arrojaban
    frente contra frente. Entrechocaban
    los fardos y los cuerpos en nefando
    tropel, y rechinando y rabiando
    de odio mutuo, se reventaban
    todos.
    —¿Por qué acaparas? — rugían
    unos—, ¿por qué despilfarras? — gruñían
    los otros—. Y el encono redoblado
    los rebotaba al punto de partida
    para empezar de nuevo la embestida,
    que es verlos y sentirse traspasado.

    —Dí, los de la izquierda, ¿fueron pastores
    de hombres?.
    —Fueron todos ellos vanos
    y vacíos de mente: infrahumanos
    en tener y en gastar, y los valores
    del alma secos acaparadores
    insaciables unos, otros insanos,
    derrochando; muñones que no manos,
    y cabezas mondas, son deudores
    del mundo.

    —No busques rostros. Bestiales
    sus vidas, han borrado toda huella
    de razón, si tuvieron alguna.
    Ve en qué paran los bienes terrenales
    sin amor, y en qué da esa doncella
    que unos llaman Azar y otros Fortuna.

    Mira: Aquel, cuyo saber trasciende
    a toda cosa, hizo diversas guías,
    distribuyendo en amplias armonías
    la luz de las estrellas que extiende
    su dulce manto. Así se entiende
    que para las riquezas e ironías
    de los mudables bienes y alegrías,
    hizo a Fortuna, que a tal fin atiende.
    Siempre en cambio, sonríe igual que olvida,
    lo mismo da que quita, fugazmente.
    Hombres, familias, razas y naciones
    marchan al aire alegre de su brida,
    que el mundo ignora, porque solamente
    el Creador conoce sus facciones.

    Recorrimos el cerco hasta una fuente
    de agua hirviente que cae por la hendidura
    que ha labrado, honda cual la negrura
    de su curso. Al cabo, la corriente,
    mudada en triste y mísero afluente,
    llega a la playa gris y la captura
    Estigia, la laguna, la llanura
    de lodo, donde acaba fatalmente.

    Vi en sus ondas a seres que se herían,
    no con las manos, con los pies, los dientes,
    la cabeza, los codos. Se arrancaban
    unos y otros los miembros. Parecían
    fieras enloquecidas y en sus mentes
    sólo el odio y la ira se mostraban.

    —¡Escucha!, señaló con gesto grave
    mi Maestro, el barro “murmujea”,
    es la raza maldita, la ralea
    del descontento, con su eterna clave:
    "Tristes fuimos en el aire suave
    que con el sol, infausto, se recrea.
    Tristes seguimos bajo la marea."

    ¡Son imposibles! Y no hay quien acabe
    con su queja. Amargaron la tierra,
    despreciaron lo bello y lo bueno,
    y aquí infectan el aire cuando corre
    el hueco inmundo que su humor encierra.

    Y bordeando aquel pozo de cieno,
    llegamos hasta el pie de una alta torre.

  • CANTO VIII · La Torre de Alerta

    La torre de alerta: Flegias, el sádico. Cruzando la laguna: El ataque de Felipe Argenti. Ante las murallas de la ciudad del mal. Los demonios guardianes: la puerta cerrada.

    Canto VIII

    La mole, desde lejos, controlando,
    alertó nuestro paso y emitió
    dos señales a las que respondió
    otra distante. —¿Qué se está tramando
    con esta seña?
    Mi Guía, retornando
    los ojos al pantano, lo observó
    largamente. Luego me señaló
    a lo lejos: —Ve, ya se está acercando
    el que avisaba.
    Flecha no hubiera
    más rápida y ansiosa, cual llegaba
    la nave y el ávido arremeter
    de su piloto, catadura negrera,
    voz áspera y cruel que trepidaba:
    —¡Alma perversa, estás en mi poder!

    —Éste no, Flegias. Hoy es tu ejercicio
    sólo remar. El sádico miró
    al Poeta. Burlado, rechinó
    los dientes del sórdido orificio
    aullante que goza en el suplicio
    de tantos seres. Mi Maestro entró
    el primero en la barca, que notó
    mi peso, hecha para el servicio
    sólo de las sombras, y se hundió
    más que de costumbre. En el agua muerta
    de la charca suena el triste compás
    de la boga. Del hondo de la poza
    surge a mi lado una figura incierta.
    —¿Quién eres?
    —Ya ves, uno que solloza.
    Y yo entonces: — ¡Apártate, maldito,
    que te conozco y más que te cubriera
    el lodo en que te ocultas!
    Tornó fiera
    la sombra hacia nosotros — antes contrito
    gesto— y mi Guía, en fuerte grito
    que mayor no daría la pantera
    defendiendo a su cría: — ¡Vete fuera
    con los perros!
    Y armado de inaudito
    vigor, arrojó a golpes a aquel
    miserable, y luego me abrazó,
    temblando del peligro conjurado,
    y me dijo:
    — ¡Bendita, noble y fiel
    Aquella que te vela y engendró!,
    pues sabrás, hijo, que Ella te ha salvado.
    Esta sombra fue un hombre despiadado,
    henchido de soberbia, crueldad
    y rabia. ¡Cébese su maldad
    en su piara! Tras él, sólo ha dejado
    odio y rencor, y aún en su desgraciado
    tormento, no merece piedad
    ni recuerdo.
    —Maestro, de verdad
    quisiera verle hundido y olvidado.

    Y así se me otorgó, pues ciertamente
    sus compañeros en la violenta
    laguna dieron buena cuenta
    de Felipe Argenti, que impotente,
    entre bufas, sarcasmos y puñadas,
    se arrancaba la carne a dentelladas.
    Dejémosle.
    Fue al poco que escuchamos
    un lamento terrible, un estertor
    agónico y letal. Busqué con horror
    su causa. Y mi Guía: —Ya llegamos
    a la ciudad de Dite: reclamos
    del Maligno maquinando el terror
    y la muerte, ardiendo en el furor
    de la envidia contra los que amamos
    la vida.

    Aquellos fosos dragados,
    sedientos, voraces construcciones
    anónimas, argamasa muerta
    de sangre seca, pilares desalmados,
    herméticos, negras execraciones
    de la Bestia… —¡Ya tenéis la puerta!
    —gritó Fidias—. Si aquel muro yerto
    fuera avispero, no saliera indignado
    tal enjambre furioso e infatuado
    contra nosotros:

    —¡Ése no está muerto!,
    ¡Qué hace aquí! —gritaron en abierto
    combate mil demonios—. Mi Guía, sosegado,
    mostró querer hablarles en privado.
    —¡Que él se vuelva atrás. Tú, ten por cierto
    que te quedas¡
    —Maestro, ¡no me dejes!,
    ¡no te vayas! ¡Si es preciso volvamos,
    pero juntos! — temblando le imploré—.
    Y mi amado Señor: —Hijo, no cejes.
    Es grande la batalla que libramos,
    pero aguarda tranquilo, volveré.

    Quedé allí, confundido, mientras él
    se acercó a los demonios, que al punto
    le envolvieron. Solo, con el barrunto
    de mi temor, supe lo que es la hiel
    del miedo. No duró mucho aquel
    encuentro ni me llegó el asunto
    que trataron. Al cabo, el conjunto
    maldito, en airado tropel,
    entró en su cubil y cerró la puerta.

    Noté en mi Guía la mirada incierta
    y pálida su faz, como sumido
    en graves pensamientos, mas —crecido
    ante mi miedo— me alentó: — Ya viene
    el enviado de aquel Ser que tiene
    toda la Virtud.

  • CANTO X · Sexto Círculo

    Sexto Círculo. El Cementerio: las tumbas abrasadas. Diálogo con Farinata. Segunda Predicción: el destierro. Actitud ante los designios del mal.

    Canto X

    Entre muro y sepulcros por estrecho
    sendero, va mi Guía. Yo camino
    tras él, y tiemblo ante el destino
    de aquellos seres, pasto del despecho
    del odio y de la envidia, ya deshecho
    inútil a su fin, del desatino
    del fuego y del furor en su mezquino
    ensañamiento. Cruje el lecho
    de tortura más que hierro candente
    y aquel lugar terrible es, todo él, llaga
    y lamentos.
    —Di, ¿quién es esa gente?
    —Ignoran el Amor, son servidores
    del tiempo y de la muerte. Ve la paga
    que el infame da a sus seguidores.
    —Maestro, ¿podré verlos? Nadie mira
    por este sitio y están levantadas
    las cubiertas.
    —Todas serán cerradas
    —me respondió— cuando a la acerba pira
    se acompañen los cuerpos. La mentira
    ya no tendrá gargantas y selladas
    para siempre, y en ella sepultadas,
    se enfrentarán la ira con la ira.

    Y añadió: —Por esta parte yace
    Epicuro y sus sectas, abrasado.
    Dicen que el alma muere: a su impiedad,
    el mundo es un absurdo, el hombre nace
    para olvidar su sueño enamorado,
    para enterrar su sed de eternidad
    en la nada. Pronto se cumplirán
    tus deseos y el que te has guardado
    también.
    —Mi Señor, si he callado,
    tú lo sabes que es sólo por afán
    de agradarte y cuán prestas están
    mis palabras.
    —Toscano, que apoyado
    en el respeto, cruzas campo abrasado
    a donde tantos como yo vendrán,
    ¡acércate! Por tu lengua me llega
    la ciudad que acaso me reniega
    en lo que calla y en lo que relata.

    Fue surgir esta voz y yo me abrazo
    a mi Maestro; y él, con firme trazo:
    —¿Qué haces? ¡Vuelve! Mira a Farinata
    que emerge de su tumba, de cintura
    a cabeza.
    Yo, asombrado, miraba
    sus ojos como brasas. Despreciaba
    al propio infierno toda su figura,
    y aún mostraba la fuerza y la bravura
    que un día hizo temblar. Ya me empujaba
    mi Guía hacia su tumba y me avisaba:
    “Habla con propiedad y con mesura”.

    —¿Quiénes fueron tus antepasados?
    Se lo dije. Y él: —Fueron adversarios
    grandes de mi familia y mi partido.
    Dos veces los eché.
    —Los desterrados
    siempre volvieron. Aún no han aprendido
    ese arte los vuestros, tus sicarios
    —le repliqué.
    De pronto, apareció
    una sombra que sólo descubría
    su barba, mas su cara me decía
    su nombre. Ávidamente oteó
    el lugar, luego me preguntó:
    —¿Por qué no está mi hijo?
    Y yo: —Mi Guía
    es un alto Poeta, no creía
    así tu Guido que harto le ignoró.
    —¿Ignoró, dices? Dime, ¿es que acaso
    ya no vive?... Y pues que yo callaba,
    se desplomó como el que se ha extinguido
    del todo.

    El otro, sin más caso,
    puesto que nadie ya le importunaba,
    tomó el hilo en el punto interrumpido:

    —Más me duele que no hayan aprendido
    tal arte que esta fosa, pero sabe:
    "Cincuenta veces gire el rostro suave
    de la redonda noche, habrás sabido
    por ti mismo —muy largo y bien cumplido—
    cuán duro, cuán difícil, y cuán grave
    es aquel arte de la amarga clave."
    Dime, ¿por qué es mi bando aborrecido
    en mi ciudad?
    Respondí: —La matanza
    de aquel día en que el Arbia enrojeció
    aún clama de la plaza a la muralla.
    —No era solo. Mas cuando la venganza
    pidió su destrucción, quien la salvó
    fue un hombre y solo: yo. Eso se calla
    —contestó.
    —Dime: ¿sabéis el futuro
    e ignoráis el presente? Y él: —Tenemos
    cual la vista cansada. Nada vemos
    de lo que pasa, mas del largo muro
    que es en vosotros un espejo oscuro,
    nos queda una visión, que perderemos
    cuando concluya el tiempo y entremos
    en la eternidad.
    Y yo inseguro:
    —Di a aquél que su hijo vive, es que estaba
    en esta duda, más que a sus pesares,
    no crean que callé por crueldad.

    Ya mi Guía, a lo lejos, me llamaba.
    —¿Cuántos estáis aquí? —Somos millares
    en la herejía y la incredulidad.

    Regresé a mi Maestro, compungido,
    pensando en las palabras que escuché
    sobre mi porvenir, que le conté,
    y él, al cabo, me dijo comedido:
    —Muestran las cosas, pero no el sentido.
    Su valor depende del fin al que
    atienden. Yo, hijo, no lo sé.
    Mas cuando aquella por quien he venido
    tome mi puesto en sitio verdadero
    —y entre tanto mejor la mente calle—
    ella te mostrará lo inescrutable.

    Y torciendo a la izquierda del sendero,
    dejamos la ciudad, sobre un gran valle,
    que emanaba un hedor insoportable.

  • CANTO XI · La Tumba del Renegado

    La tumba del renegado. Sobre la sima infernal. Explicación de Virgilio sobre los designios del mal y sus medios: la violencia, el engaño, la traición. La eternidad del ser.

    Canto XI

    Junto a un ingente cúmulo, formado
    por grandes piedras rotas, apiladas
    en círculo, vi las más atormentadas
    de las almas y el más encarnizado
    fuego. Del abismo infectado
    surgía tal hedor, a bocanadas,
    que hubimos de volver nuestras pisadas
    en busca de refugio.
    Y allí, al lado
    de una gran losa, pude leer: “Guardo
    a Anastasio que sigue a Plotino.
    Llamado hijo, quiso ser bastardo”.
    Mi Guía calla. Y yo —que adivino
    cuál es su pena— bajo la mirada,
    me arrimo a él, y no decimos nada.

    —Hemos de acostumbrarnos a este hedor.
    —habló al cabo— Este fétido aliento
    nos acompañará en todo momento,
    en lúgubre viaje. —Mi Señor,
    busca que el tiempo sea servidor
    de nuestra espera y no tormento
    inútil.
    —Hijo, es lo que intento.
    Y como ya conozco tu temor
    y tu curiosidad, voy a explicarte
    —entre tanto aguardamos— cómo es
    este lugar y su nefanda gente.
    Y así, ya no tendrás que torturarte
    queriendo preguntar en cuanto ves,
    que bien se lo pasa por tu mente:

    “El mal va contra el primer bien:
    la Libertad. Sabe que arrebatada,
    el hombre se embrutece y ya no es nada.
    Una vez apartada de su sien
    su alta corona, ya no sabe quién
    es, y así, perdida y mancillada
    su inocencia, aparta su mirada
    de la Luz: queda solo, sin sostén
    en la tierra.
    Piensa que el hombre es lobo
    para el hombre, esconde sus amores,
    conoce el miedo, la desconfianza,
    la violencia, la mentira, el robo;
    teme vuélvanse en daño sus favores,
    pierde su fe en la vida y su esperanza,
    y el mundo en un erial.
    Ya sólo lucha
    para sobrevivir sus cortos días,
    un poco de placer, mil agonías,
    y el deseo de huir cuando se escucha
    su grito de terror. Pero aún hay mucha
    ansia de amor: son todas sus porfías
    arrancar a jirones, alegrías,
    denario a denario, de la hucha
    del corazón.
    Mendiga las migajas,
    disputa con los perros su derecho
    —dientes contra las manos cabizbajas—,
    poco a poco se aparta de su empeño,
    y por unas monedas, por un techo,
    se hace esclavo, al final, de cualquier dueño.

    Busca el apoyo de su compañero,
    pero entonces conoce el engaño
    del igual. Esto le hace más daño
    todavía. En su dolor postrero,
    nada quiere saber, ni del extraño,
    ni del vecino, y se aferra al caño
    de su pequeño mundo, aún verdadero:
    esa pequeña luz en que aún se vive,
    ese pequeño oasis que aún empalma
    la vida a su agostado corazón:
    ¡la Amistad! Pero el mal, que lo percibe,
    también llega hasta allí, y un día el alma
    cae bajo el puñal de la traición.

    Y esto es el Infierno. Pero aquí
    está sólo el que lo hace, ya no tiene
    víctimas. No. Ya no se sostiene
    de otras vidas. Ya no le vale el sí
    por el no. Está con su maldad y
    mastica su rabia. Se mantiene
    de su rabia y sólo obtiene
    el fruto de su rabia. Así
    es el Infierno.
    Verás la violencia
    en todas sus maneras, el engaño
    bajo todos sus rostros, la traición,
    la soledad total, y la conciencia
    que vive para odiarse con su daño,
    sin darse ni descanso ni perdón.

    Porque Dios no se niega, ni su esencia,
    ni en sus obras. Y lo que fue creado
    para el Amor, no será negado
    por el Amor. Cuando da la existencia
    para el Bien que, infinito, le ha soñado,
    es para siempre.
    No será borrado
    el ser, por más engaño y violencia
    que se haga y quiera hacer al Creador.
    Podrá apartarse de Él, seguirá siendo.
    Querrá dejar de ser, inútilmente:
    es impotente al acto del Amor.
    Querrá morir, mas seguirá existiendo,
    porque ha sido nombrado eternamente.

    Pocos momentos antes que viniera
    a nuestro mundo el noble y gran Señor,
    hubo una luz, un fuerte resplandor,
    y todo retumbó. ¡Tal pareciera
    que el universo entero se volviera
    al principio!... Fue tan grande el ardor,
    tal estremecimiento en el amor,
    que no entiendo que no se disolviera
    todo en Él.
    Porque fue la dulzura
    de un abrazo, tan hondo y entrañado,
    tal gozo, tal regazo de ternura,
    en nuestro mundo desesperanzado,
    que aún en mi pena, misteriosamente,
    sentí que me nacían dulcemente.

    También este lugar, por lo que veo,
    notó el temblor, pues esta roca estaba
    entera cuando vine, negra lava
    que vomitó el furor del negro reo
    de su traición tras el loco deseo
    de su huida.”

    Arriba, la noche acaba,
    cual mi plática. El borde de grava
    espera y hemos de seguir. Creo
    que aunque dura y difícil la bajada,
    más te será ver toda la amargura
    que se ha enquistado aquí, con su terror
    repetido y continuo. Ser sin nada.
    Existencia sin vida ni figura.
    Bajemos, hijo, al pozo del horror...

  • CANTO XII · La Violencia

    La violencia. Minotauro. Séptimo Círculo. El río de sangre. Bajo las flechas de los centauros. La violencia contra los hombres. Juicio de la raza animal a la tiranía humana.

    Canto XII

    En las nefandas ruinas, la maldad
    que hizo la falsa vaca en su lujuria,
    el oprobio del hombre y la injuria
    del toro, la ciega iniquidad
    que reniega a dos razas, impiedad
    de sangre sin nobleza —negra furia
    de la oscura cabeza— y la penuria
    del ser humano en la brutalidad.
    Minotauro se yergue en su caverna.

    Mi Guía se le planta y hace cara,
    y en tanto con las rocas se descuerna,
    —¡Corre!, rápido, al borde, y no tropiece
    tu pie, ni sea tu carrera avara,
    que nada puede ver cuando enfurece.

    Era el barranco aquel derrumbadero
    de piedras sueltas y traidoras. Cuando
    pisaba, oscilaban arrastrando
    a las otras al oscuro agujero
    que no tenía fin. Ni se, ni espero
    hacerme comprender. Tan sólo agrando
    mi canto a la Mujer, que iluminando
    a mi Señor, salvó al triste viajero
    de una muerte segura.
    Vi aquel foso
    lleno de sangre hirviente, que anegaba
    el redondo lugar en negro marco;
    al margen, los Centauros, el acoso
    del cazador salvaje, que mostraba
    su brazo, siempre a punto, sobre el arco.

    Al vernos, tres vinieron al amparo
    de sus flechas. ¡Qué magnífica hombría
    mi Poeta, templando su osadía
    sin un gesto! —¿Quiénes sois o disparo!
    —gritó uno de ellos.
    Y aquel ser preclaro:
    —Buscamos a Quirón, que todavía
    conserva el noble don que poseía
    vuestra raza, en tiempo dulce y caro,
    que yo canté en mis versos. Siempre fuiste
    impetuoso, y bien poco te ha dado
    la experiencia enojada que viviste.

    Y tocándome el hombro suavemente:
    —Son Neso y Folo, siempre tan airado.
    Quirón, aquel que escuchaba atentamente.

    Con la muesca de la flecha, apartó
    su barba y nos mostró su gran boca:
    —¿Veis que ése mueve todo cuanto toca?
    no así las sombras…
    Presto respondió
    mi Maestro: —No está muerto, y no
    es por placer que descendió la roca,
    sino por Esa, en quien el hombre invoca
    a la piedad, que me lo encomendó.
    Dame uno de los tuyos, que le lleve
    en su grupa y nos muestre el vado,
    pues ve que tiene cuerpo y que no vuela.
    Es por Justicia que vuestro arco vela
    este lugar, y él también se conmueve
    a la esperanza que nos ha enviado.

    Quirón, el noble bruto que enseñó
    al gran Aquiles la naturaleza,
    nos miró desde el fondo con nobleza.
    —Llévalos —dijo a Neso, y añadió:
    —Cuida de ellos cual si fuera yo
    quien los llevara, y si tropieza
    tu paso con la tropa, esta pieza
    no es nuestra. Ser más alto la cobró.

    Así fue como me vi montado
    sobre Neso, prosiguiendo el camino.
    Mi Guía iba detrás, mas no mohíno
    del segundo lugar. La sangre hervía
    y el triste miserable que salía
    pronto volvía a hundirse acribillado.

    Dijo Neso: —¿Ves las secas gargantas
    que buscan aire? Tal son los tiranos:
    violentos en vida, aquí marranos
    en sus yacijas. ¿Por qué te espantas
    de lo que digo? Sí, te aguantas,
    los temes, sabes que son inhumanos,
    pero tienen las armas en sus manos.
    Aquí no, sólo sangre. Y todas cuantas
    hicieron, las reciben. ¿No dejaron
    respirar? No respiren. Que se traguen
    cuanta sangre, altivos, derramaron.
    ¿Es que ya no les gusta? Les gustaba.
    Que la sigan gustando y así apaguen
    su insania.
    Yo, asustado, miraba
    a mi Señor, que asintió tristemente,
    y murmuró:
    —He ahí la sentencia.
    “Tal juzga al animal la violencia
    contra la raza. Desgraciadamente
    el hombre llega a más: omnipotente,
    escudado en sus armas, sin clemencia,
    se ceba en su especie. ¿Qué indulgencia
    esperas, cuando la oscura mente
    del instinto tiene mejores leyes?”

    Las bestias juzgarán, y el lobo mismo
    estará en el jurado, condenando,
    sin acepción de esclavos ni de reyes,
    negando la premisa al silogismo
    que el hombre siempre inventa cuando
    daña. Ellos mostrarán la patraña
    con que la violencia justifica
    sus acciones, apartarán la plica
    de razones, y hasta la misma araña
    les cortará sus redes.

    ¡Mal amaña
    el terror! La sangre no se aplica,
    sino a sangre. La sangre no vindica,
    sino sangre. La sangre no restaña,
    sino en sangre.

    Siempre fui enamorado
    del hombre. Al hombre se le ha dado
    todo, excepto el hombre. Su valor
    se funda en la premisa del Amor.
    El pastor da la vida por su grey
    y el hombre es pastor de hombres. Tal su ley.
    No hay otra.

    Vi la suerte implacable,
    y aquel sitio terrible estremeció
    mis venas. ¡Quién viera lo que vio
    mi alma! El lugar execrable,
    el destino cruel y miserable,
    la flecha que al instante atravesó
    al mísero que —hundido— levantó
    la cabeza ¡Más vale que no hable
    más! Porque Neso no me ocultaba
    ningún horror. Tan orgulloso estaba
    de su jurisdicción.

    ¡Por fin el vado!
    Y nunca me he sentido tan contento,
    como cuando crucé el lugar cruento
    y pude hallarme, al fin, al otro lado.

  • CANTO XIII · El Bosque Mutilado

    El Bosque mutilado. Las Arpías. La violencia del suicidio. Recuerdo a Pedro de la Vigna. Caza en el bosque. La violencia de la vida derrochada.

    Canto XIII

    Entramos en un bosque sin sendero
    alguno, sin hojas, seco, oscuro,
    extraño. Había un desespero
    tan mortal que el animal más fiero
    huyera de él es el auguro
    que vuelve al paso lento e inseguro
    y en cada rama ve el nudo postrero.
    Había en él, una soledad
    infinita, un íntimo pavor,
    un sentimiento ciego y doloroso
    torturaba aquel sitio tenebroso,
    tanto, que no bastara mi valor
    para cruzarlo. Lo logró la amistad
    de mi Señor.
    Las Arpías atroces
    graznan desde sus ramas, tal como hacen
    los buitres y sienten los que yacen
    inmóviles. Con sus ojos feroces,
    buscan los tallos tiernos cuando nacen,
    pues sólo con sus brotes satisfacen
    sus vientres y sus nefandos goces
    insaciables. ¿Cómo rostro humano
    puede morar en ave despreciable,
    en ala tenebrosa y despiadada?
    El bosque lucha, pero lucha en vano:
    su madera nudosa y miserable
    muestra cuál es su vida atormentada.

    Me llegaba el rumor de mil gemidos
    de dentro de los troncos. Yo pensé
    que era gente escondida y miré
    a mi Maestro. Sus labios, afligidos,
    decían versos raros y escondidos:
    —No podrías creer lo que narré,
    corta una rama por ti mismo y ve.

    Había un gran pruno y vio cumplidos
    sus consejos. Y al punto manó
    la sangre y el tronco borboteó:
    —¿Por qué me rompes? ¿Por qué me desgarras?
    ¿No bastan las arpías con sus garras?
    ¡Soy hombre! Y la rama retorcida
    era en mis manos, eco de su herida.
    Dejé caer el tallo presuroso.

    Y mi Maestro: —Si hubiera prevenido
    tu dolor, no le hubiera inducido
    a esto. Mas ve que no es ocioso,
    tan hondo y escondido es vuestro foso,
    que hay que veros sangrar. Te hemos herido.
    Henos a tu servicio, cual ha sido
    nuestra falta. Éste es poderoso
    con sus versos. Si acaso tu memoria
    sufre en la tierra de injustos agravios,
    —quizá alguno de ellos te empujó
    a este lugar—, si quieres que tu historia
    salte el leñoso nudo de tus labios,
    él lo hará.
    Y el árbol contestó:
    —Hombre y amigo fui, fiel servidor
    de mi amigo. En él gasté mi vida
    y cifré mi salario y mi medida
    en su amistad, su aprecio, y en su honor.

    La envidia cortesana, alrededor,
    vio que no me compraba e hizo brida
    de mi otro yo, más débil a su herida
    por más alto. En él sembró el temor,
    y tras él vino la desconfianza,
    le siguió la calumnia, cual la infamia
    a ésta. El fiel de mi balanza
    me llevó a la prisión. Pronto noté
    que él iba a ser verdugo de otra rabia
    y ya no esperé más, ¡yo me maté!
    ¡Por la raíz que gime ensangrentada,
    juro que le fui fiel y aún lo sería!

    — ¡Pedro de la Vigna, si algún día
    se habla de una amistad que es calumniada,
    dirán tu nombre!... Porque yo más nada
    puedo hacer por ti, que harto lo haría.

    —¿Deseas saber más? —dijo mi Guía—,
    y yo le respondí con la mirada:
    —Dilo tú, yo no puedo.
    —Alma triste,
    encerrada en el árbol: ¿Cómo es
    que de este leño oscuro te vestiste?
    ¿Cómo llegáis aquí, tras vuestra huida?
    Tú sabes que nos dueles y lo ves.

    Y nos llegó una voz, como perdida
    en sí misma: —Cuando el alma feroz
    se separa del cuerpo que rechaza,
    es sólo una semilla que se abraza
    al azar. En este sitio atroz
    sólo aquí hay tierra. Le llega su voz,
    cruza el fango y la lluvia, el viento traza
    su destino inmóvil que la abraza
    al suelo. Nace y siente la hoz
    de las arpías. Es un vegetal.

    Sólo la sangre nos descubre y eso
    es lo único propio que tenemos
    de antes. También acudiremos
    por nuestro cuerpo, que quedará preso
    en las ramas, como triste retal.

    En tanto que escuchábamos, tembló
    todo el bosque, con ese sonido
    del jabalí que llega perseguido
    por la jauría. El aire se erizó
    de miedo y el viento transportó
    aullidos y jadeos. El huido
    va en busca de refugio, vano ha sido
    su intento y en vano lo emprendió.

    Pueblan el bosque los terribles ojos
    que sólo tienen perro amaestrado
    para matar y premio de despojos.
    Pude ver a los seres perseguidos
    y eran dos hombres. Uno, derrengado,
    cayó sobre un arbusto, los aullidos
    dieron paso a los dientes que llevaron
    sus miembros palpitantes.

    Sollozaba
    el leño su desgarro e insultaba
    al mísero: —¿Por qué no te guiaron
    tus pasos a otro sitio, cual gastaron
    tu vida disipada? ¿No bastaba
    con tu propia desgracia? Y suplicaba:
    —Acercadlos a mí.

    —Dinos, ¿quién eres?
    —¿Qué más os da? Pero si así lo quieres…,
    Yo veneré al Bautista por patrón
    de mi ciudad. Marte no da el perdón
    y bien se alegra en todo cuanto pasa;
    uno que hizo patíbulo su casa.

  • CANTO XIV · El Arenal de la Blasfemia

    El arenal de la blasfemia. Los blasfemos contra el cielo. El furor del Campaneo. Flajetón, el río sangriento. Explicación de Virgilio sobre el sentido del llanto humano. El anciano de Creta. Los cinco ríos.

    Canto XIV

    Recogí los despojos esparcidos,
    que puse al pie del árbol tristemente,
    y atravesamos el bosque doliente,
    ya también para mí, por conocidos
    sus terrores.

    Mis ojos, aún sumidos
    en la espesura, se encontraron frente
    a un arenal sin rastro de simiente
    alguna: guijarros esparcidos
    sobre el terreno estéril. Y el espacio
    del aire apenas llega, sino al punto
    donde vuelve la piedra que se lanza
    contra el cielo, como reo presunto
    de un terrible delito, cual prefacio
    de petición de cuentas en venganza
    quizás… de haber nacido...

    Lentamente
    cae un fuego de copos, tal como hace
    la nieve sin el viento, y se deshace
    en la tierra, que inmediatamente
    arde como la yesca al mordiente
    del pedernal. Ni un punto en que se aplace
    su furia, ni un hilo en que adelgace
    su rabia: el arenal ardiente
    es un horno a dos bandas.

    Desde fuera,
    al borde de la selva, sin entrar
    en él, pues mi cuerpo se hubiera
    consumido en su fuego, pude ver
    hombres. Muchos trataban de espantar
    las brasas con las manos, por arder
    menos. Otros —los menos— yacían
    inmóviles, pero éstos se quejaban
    más que nadie, sus voces abrasaban
    el aire y más bien parecían
    volcanes que en su rabia despedían
    los tizones candentes. Me llegaban
    sus gritos y blasfemias que avivaban
    la densidad del fuego y caían
    sobre ellos.
    —Mi Señor, ¿quién es ése
    que está allí, quieto y mudo, cual si fuese
    que nada le importa? Y él, que oyó
    mis palabras, al punto me gritó:

    —¡Tal como en vida fui, así soy muerto.
    Y puede tener Júpiter por cierto
    que por más que fatigue al forjador
    de los rayos que lanza contra mí;
    que aunque en su negro y ciego frenesí
    vacíe el Etna; que aunque en su furor,
    pida ayuda a Vulcano, porque así
    tenga más fuego; que aunque él mismo y
    todo el Olimpo vuelquen su rencor,
    no va a oír de mis labios una queja!
    ¡No tendrá ese placer ni ese trofeo!

    E indignado, mi Guía: —¡Campaneo!
    Es tu propio furor que no te deja,
    es tu propio rencor el que te agravia,
    no cabe otro mayor: ¡tal es tu rabia!

    —Hijo —añadió—, hay quien escupe
    contra el Cielo y pretende que el Cielo
    le manda el castigo. ¡Triste duelo,
    la soberbia! ¡Y que el hombre se aúpe
    pensando en que el Amor se preocupe
    en castigarle? ¡Si él sólo es el pañuelo
    de su furia! ¡Si él sólo hace escarpelo
    de su orgullo! No hay Amor que se ocupe
    en el odio, ¿qué más nos puede dar
    que hacernos hombres y poder amar?

    Y yo exclamé: —¿Qué más puede hacer Dios
    que hacerse hombre? ¿Qué más que sufrir
    como los hombres? ¿Qué más que morir
    por amor a los hombres, como los
    enamorados?

    Los ojos abismados
    del Poeta —ansia de amor que espera—
    se llenaron de lágrimas: —Si fuera
    así — murmuró— ¡cuán bienamados
    podríamos vivir, ¡cuán confiados
    podríamos partir hacia la esfera
    de la luz y la eterna primavera!
    ¡Qué hermosos son tus versos, ignorados
    para mí!. Si yo hubiera sabido
    de ese Amor... Pero evita la arena,
    que este lugar abrasa y no es de pena.

    Y caminando, cada cual sumido
    en sí, llegamos hasta donde nace
    un arroyo bermejo que aún me hace
    estremecer. El agua petrifica
    la orilla y su ácido vapor
    corta el fuego, haciendo alrededor
    como un túnel, por donde comunica
    la selva con el borde. ¡Aún suplica
    mi alma por los troncos sin amor!
    ¡Qué débil es el hombre y su valor,
    si la pena se llama soledad!

    —Mira, hijo, este río, que contiene
    tanto dolor, que apaga toda llama
    de este lugar terrible, donde clama
    el ser con su soberbia y terquedad.
    —Señor —le respondí—: ¿de dónde viene?

    —Allí en la tierra —dijo— rodeado
    de mares, existió en la antigüedad
    un reino, Creta, que vivió la edad
    dorada. Hoy ya se ha olvidado
    su existencia, salvo el sueño callado
    de los poetas. Ya sólo hay soledad
    en Ida, su montaña, mocedad
    de otros tiempos, que ha apagado
    el canto de sus ríos y sus aves,
    el verde luminoso del follaje,
    y, cual las cosas viejas, viste traje
    de harapos.

    Noble, los gestos graves,
    un anciano en su cumbre, la mirada
    en Roma, llora, mas no la pasada
    edad. Su cabeza es de oro puro,
    plata fina su pecho, bronce entero
    su cuerpo hasta las ingles y cimero
    hierro, sus piernas.

    Mas no está seguro,
    porque si su pie izquierdo es hierro duro,
    no así el derecho — que es de barro—, pero
    en él se apoya más. Mal asidero
    para tanta nobleza sin futuro,
    que se derrumbará si por él cede,
    con toda su grandeza, cual sucede
    con los imperios al quebrar la base,
    que hace que se pierda y que fracase
    hasta el sueño mas alto.

    El viejo llora,
    acaso porque teme, o porque implora.
    Salvo lo que es de oro, se halla hendido
    agrietado. Las lágrimas bajan
    a través de sus grietas y cuajan
    en cinco ríos. Según el sentido
    de su dolor, tal se ha dividido
    el curso de su llanto.
    Así amortajan
    las aguas de Aqueronte. Se rebajan
    del hombre con la Estigia. Enfebrecido,
    éste que ves — el Flegetón—, reniega,
    y Cocito, en el hondo hielo, niega
    al que traiciona y hace de él su reo:
    allí todo es horror, odio y locura.

    Hijo, hay también un llanto de ternura
    y ése sube a lo Alto, es el Leteo.
    Pero ése has de verlo solo, cuando
    yo ya me haya ido, pues tu pena
    sólo es para tu llanto. Y cual la arena
    lamida por las olas va lavando
    todas sus impurezas, y olvidando
    su antigua vida, se vacía y llena
    de otra sal que la esencia sin cadena
    al pasado, tú solo, allí, llorando,
    entrarás en sus aguas: saldrás niño
    recién nacido.
    Pero ahora debemos
    abandonar la selva. Ve al aliño
    de mis pasos. La niebla del vapor
    nos hace senda, y así podemos
    cruzar el arenal sin el temor
    del fuego.

  • CANTO XIX · Tercera Bolsa. La Carcoma Abrasada

    Tercera Bolsa. La carcoma abrasada. Manipuladores de los bienes sagrados. Simoniacos.

    Canto XV

      Hemos llegado al tercer foso y
    estamos en el medio del arco, en
    la mitad del puente, y también
    al medio del tercer abismo, ni
    tan hondo ni tan estrecho, pero sí
    más terrible que los otros.

      Ven mis ojos que caen en terraplén
    sus paredes, y la tierra —allí
    lívida— está llena de agujeros
    redondos e iguales como cuando
    entra en la madera la carcoma.
    Por cada uno de ellos asoma
    un par de piernas, y los pies, formando
    antorchas, arden como candeleros
    de aceite, desde el calcañar
    a la punta.
                    Patean de dolor
    aquellos miembros, con tal furor
    y rabia, que harían saltar
    los altares. Y cual suele pasar
    con las llamas mantenidas por
    fluidos grasos, producen terror
    y gran miedo, pues parecen flotar
    en la superficie.
                          Y tras mirar
    todo alrededor:  —¿Quién es, Señor,
    ésa que oscila más que las demás?
      —Si quieres que te acerque, lo sabrás
    por ti —me dice—.  —Tú sabes mi temor
    y mi ansia.
                   Y así, tras llegar
    al cuarto foso, volvemos atrás
    a la izquierda. Mi Guía me toma por
    la cintura, me asienta con vigor
    en sus caderas y me baja al compás
    de sus pisadas, sorteando las
    llamas que forman alrededor,
    en las laderas, un aterrador
    espectáculo, tal como jamás
    se ha visto, hasta dejarme junto
    al hoyo que buscamos.
                                    Ya al asunto
    a que venimos, me dirijo a aquel
    miserable, inclinándome sobre el
    orificio. Y él, así que me oyó,
    grita:  —¿Tan pronto, Bonifacio? No
    te esperaba aún. ¿Ya se hartó
    tu alma de riquezas, y de haber
    engañado a la Iglesia, y de hacer
    simonía con sus bienes?  Yo
    quedé mudo. Mi Guía me indicó:
      —Dí: "No soy el que esperas".
                                                 Fue saber
    mi respuesta y enfurecer 
    como un demente. Luego añadió
    amargamente:  —Entonces, ¿qué deseas?
    ¿A qué vienes? ¿Qué te importan las teas
    de mis pies? Y ya que estás aquí,
    te diré que no ha poco revestí
    la púrpura, ávido de amasar
    para los míos, y vine a dar
    a este pozo.
                       Yo estaba como
    el fraile que confiesa al traidor
    que —ya hincado— le reclama por
    aplazar su muerte. Y abierto el pomo
    de su infamia, prosiguió sin asomo
    de vergüenza:  —Aquí hay mucho pastor
    de mi estilo. Sobre mi antecesor
    yazco, y un nuevo mayordomo,
    aún peor al que espero, tomará
    su puesto. ¡Ése sí esquilmará
    al rebaño! Será como el Jasón
    de los Macabeos, siervo y pendón
    de reyes y los gustos del poder.

      Y aquí ya no me pude contener
    más:  —Di ¿cuánto pidió el Señor
    a Pedro? Y Pedro y los demás,
    ¿cuánto pidieron? No iban detrás
    del oro, salvo uno, el peor
    de los hombres. Queda con tu dolor
    y retuércete, porque aún más
    fuerte fuera el fuego en que estás
    y fuera justo. Sois el horror
    y la burla de la Iglesia y del mundo.
    Juan ya os vio como la mujerzuela,
    desposada del rey, que se vende
    en el arroyo. Di: ¿cómo entiende
    vuestra razón y vuestra escuela
    la idolatría? Y si no hundo
    más mi lengua, no es por falta de
    ganas: me lo veda el respeto
    al cargo del que hiciste amuleto
    de Midas. ¡Ay, Constantino! ¡Qué
    amarga tu dote! Porque fue
    rico el pastor.
                       Y en tanto yo arremeto
    indignado —sea por el objeto
    de mis palabras o por la rabia de
    escucharlas—, el mísero, al mismo
    tiempo, pataleaba con más
    furia.
          Creo que a mi Guía le agradó
    mi discurso. Tras ello me abrazó,
    y cual me trajo, me vuelve atrás,
    hasta dejarme sobre el cuarto abismo.

  • CANTO XV · Siguiendo el Curso del Flajetón

    Siguiendo el curso del Flajetón. Las brasas de fuego. La blasfemia contra la naturaleza propia. Diálogo con Mícer Bruneto. Tercera predicción: las insidias. Respuesta de Dante.

    Canto XV

    Vamos por el ribazo
    que no quema y forma como un muro,
    no muy ancho, donde el suelo es duro
    y corta el arenal en un hachazo,
    todo a su largo, hecho según el trazo
    de los diques y formado al conjuro
    de alguna extraña fuerza, de un oscuro
    temor entre dos rabias en rechazo
    mutuo.

    Nos habíamos alejado
    ya tanto de la selva que no la hubiera
    visto, de volver la cabeza, cuando
    encontramos a un grupo atormentado,
    por debajo en la arena. Y cual hiciera
    el sastre por la noche, enhebrando
    la aguja, así ellos entornaban
    los ojos, buscando entre humareda
    y niebla, un hueco donde pueda
    penetrar la mirada.
    Casi estaban
    a nuestro lado, si bien les llegaban
    las brasas y eran sus manos rueda
    en el aire y sus pies, en veda
    de asiento, ni un instante dejaban
    de moverse.
    Y he que fui conocido
    por uno de ellos, que me asió
    del borde de mi manto, en inquieto
    ademán, cual si entre sorprendido
    o contento. Presto le conoció
    mi alma: —¿Vos aquí, Mícer Bruneto?

    Y él: —No te importe —dijo— que deje
    mi grupo para hablar contigo.
    —Yo os lo ruego —le digo—, y si lo
    permite aquél que me protege,
    me sentaré con vos. —No, sigue, teje
    tu senda y yo te sigo —replicó—,
    en este sitio atroz, ve que no
    hay descanso, ni nada que aleje
    el furor de las brasas.
    E inclinando
    mi rostro, al tiempo que él elevaba
    el suyo a mi, seguimos caminando,
    al principio en silencio. Yo, apenado,
    contemplaba el rostro requemado
    que me habló de una ciencia que eterniza
    al hombre.
    —¿Qué suerte o qué destino
    ha traído tus pasos al camino
    del fuego, de la arena y la ceniza?
    —preguntó.
    Respondí: —Si ahora riza
    mi nave este lugar, presto adivino
    la dulce luz. Mi paso peregrino
    por muy poco se yerra y esclaviza.
    Ayer por la mañana me perdí
    en una selva oscura, ya tenía
    la muerte sobre mí, y éste, mi Guía,
    vino en mi busca. Él me ha rescatado,
    obedeciendo al sueño enamorado,
    que una vez, de unos ojos, recogí.

    —Si sigues a tu estrella, no puedes
    no llegar a puerto. Si yo no hubiera
    muerto tan pronto, bien pudiera
    prestarte alguna ayuda. Negras redes
    se ciernen sobre ti, por más que heredes
    sangre romana, pero no pluguiera
    a sus bocazas fruta tan cimera.
    Queden con su ruindad, porque tú quedes
    con tu gloria. Aquel pueblo furioso
    que descendió del monte y no ha aprendido
    nada, nunca ni nada aprenderá,
    te marcará la vida en un acoso
    continuo. Cuando hayas conseguido
    tu corona, entonces luchará
    por conseguir tus restos.

    —Yo luché
    por vos, Mícer Bruneto. Si por mí
    fuera, vos no estaríais aquí,
    sino en la dulce tierra. Supliqué
    pero en vano. Sabed que siempre os vi
    como un noble maestro y recibí
    mucho bueno de vos y lo guardé.
    Mas hay una verdad: cuando el Amor
    crea al ser, lo nombra con su nombre
    propio, y así es mujer u hombre.
    Y no es bueno enmendar al Creador,
    como si Él no supiera o si no amara,
    y, poniendo alma en su cuerpo, se burlara
    del ser.
    De mí, en tanto mi conciencia
    no me remuerda, no me importan males.
    Sabed que no me vienen nuevas tales
    advertencias. Pero existe otra ciencia,
    donde el hombre busca manantiales
    eternos para el corazón, cuales
    son sus ansias. Hay una querencia
    que llama, y a más gire la Fortuna
    amarga, no cambiaré ni mi cuna,
    ni mi destino. Y allá el campesino
    apisone la tierra y el molino
    muela el grano.
    Mi Poeta, que oía
    atento mis palabras, asentía.
    Yo, atento al que me hablaba, pregunté
    por su grupo.
    —Alguno hay de valor
    —me dijo—, de otros muchos es mejor
    callar. Sería largo el tiempo de
    explicar la miseria y el dolor
    que aquí yace. Pero viene por
    allí otra gente y tengo que
    alejarme de ellos. Cuida de
    mi "Tesoro”, la obra en que dejé
    lo mejor de mí y dónde aún vivo.

    Y echó a correr, buscando su objetivo
    incierto y más bien pareciera
    que portara la antorcha en la carrera.

  • CANTO XVI · Diálogo con Tres Grandes de Florencia sobre el Estado de la Ciudad

    Diálogo con tres Grandes de Florencia sobre el estado de la ciudad. En el despeñadero del Flagetón. El cebo para atrapar a Gerión. El Infierno.

    Canto XVI

      Nos llegaba el sonido del agua al
    caer el abismo que avisaba
    la presencia del borde, donde acaba
    este sitio y comienza otro mal,
    más terrible y oscuro, más brutal,
    enconado y dañino.
                                 Aún quedaba
    un trecho hasta alcanzarlo y yo miraba
    al grupo que cruzaba el arenal,
    empapado en el fuego, cuando
    tres sombras, juntas, partieron gritando,
    corriendo hacia nosotros:
                                       —¡Tú, que pasas
    sin dañarte la arena ni las brasas,
    detente! —me decían—. Por tu traje
    llegas de esa ciudad, donde el ultraje
    es moneda que corre cada día
    más. ¡Qué heridas vi en sus cuerpos y aún es
    que me siguen doliendo! 
                                       —Sé cortés
    con ellos —me advirtió mi Guía—,
    fueron de gran estima y gran valía,
    y a pesar del estado en que les ves,
    si no es el fuego, bien fuera al revés
    la carrera, y tú quien correría
    a su encuentro.
                            Cuando se encontraron
    ya cerca de nosotros, comenzaron
    a girar en redondo, levantando
    sus rostros hacia mí, siempre cambiando
    los pies y la cabeza, sin dejar
    de moverse.

                     —Si ahora nos ves temblar
    —dijo uno—, si este mísero estado
    te lleva a despreciarnos, nuestra fama
    te incline hacia nosotros, que aún aclama
    tu tierra nuestro nombre. A mi lado,
    éste que ves, desnudo y abrasado,
    lleva la sangre de una noble dama
    y bien usó su espada y aún se llama
    por ella. A este otro, no ha acabado
    de agradecer tu tierra sus consejos,
    y, de haberlos seguido, fueran lejos
    sus males de hoy. En cuanto a mí, me hallo
    bajo la culpa cuyo nombre callo,
    por causa muy distinta y bien diversa,
    una esposa cruel, dura y perversa.

      Si no fuera por el temor del fuego,
    a sus pies, no a sus brazos, yo me hubiera
    arrojado, y bien lo consintiera
    mi Señor.
                  —No penséis, os lo ruego,
    que os desprecio. Mi corazón es lego
    en vuestra pena y vanamente fuera
    vuestro juez, ni mi razón pudiera
    entender una causa a que no llego.
    Soy de vuestra ciudad y siempre he oído
    vuestros nombres, honrados con respeto
    y afecto. En cuanto a mí, he venido,
    mas no para quedarme, para ver
    todo el dolor del hombre y comprender
    mejor su corazón, que está sujeto
    a tantas trampas.
                            —Dinos, ¿La cortesía
    existe aún? ¿o ya se la ha arrojado
    de la ciudad? Algunos que han llegado
    hace poco traen nuevas que sería
    terrible de ser ciertas.
                                    —Yo os diría
    —les dije—, que aún se han callado
    muchas cosas. Sabed que se ha instaurado
    el reino del temor, la hipocresía
    y el orgullo. Las rápidas ganancias
    sin esfuerzo, las míseras jactancias
    del poder cuando busca su provecho
    propio  y el poder del dinero
    hacen de la ciudad estercolero.
    ¡Ya no hay ni cortesía ni Derecho!

      Así grité bien alto. Y ellos tres,
    al oír mí respuesta, se miraron
    asintiendo y luego murmuraron
    dirigiéndose a mí:  —Feliz tú, si es
    tal tu temple y no cede, aunque estés
    perseguido. Luego me suplicaron
    por su memoria y se alejaron
    corriendo, cual vinieron, a través
    de las brasas.

                       Seguimos nuestro paso.
    Y se oía el bramar que ensordecía,
    del agua al despeñarse, sin acaso
    dichoso, sin salida. Anudaba
    mi cintura la cuerda en que pensaba
    domeñar la pantera. No podría
    pensar que mi Señor me la pidiera,
    pero así fue, y se la di enrollada.
    Y una vez en sus manos, fue arrojada
    como un cebo al abismo.
                                        Desde fuera,
    como suele pasar en la escollera,
    cuando la gente contempla callada
    —mas no sin pensamiento—, la ignorada
    maniobra, yo así — en tanto—, a la espera,
    me decía: a ver lo que sucede.
      —Mira allí y lo verás —dijo mi Guía.

      En las verdades que el hombre no puede
    mostrar sin que parezcan fantasía,
    es prudencia callar. Pero yo tengo
    que hablar y a mi Señor me atengo.

  • CANTO XVII · Gerión o el Fraude

    Gerión o el fraude. Al borde del precipicio. Blasfemos contra el progreso y convivencia humanas: los usureros. Descenso al segundo abismo.

    Canto XVII

      Vi salir una sombra como sale
    un nadador, los brazos extendidos
    desde el fondo del mar. A mis sentidos
    llegó un profundo horror y aquí no vale
    explicarlo. Que cada cual recale
    su imagen. Yo sé que mis latidos
    destemplaron sus pasos, ateridos,
    que no existe pavor que se le iguale:

      Un rostro de hombre justo, comprensivo,
    todo nobleza, dulce, alegre, vivo
    y generoso, su vestido está lleno
    de honores y de insignias, cuanto bueno
    cabe en la tierra y busca el corazón.
    Y dentro se ocultaba el escorpión.

      —He la fiera que quiebra la defensa
    de los hombres, cuyo fétido hedor
    corrompe y todo lleva al deshonor:
    para ella no hay leyes, tan inmensa
    es su ansia. Ve la torga y la prensa
    de las almas. Utiliza al amor
    para sus fines, se ceba en el favor,
    convierte cada dádiva en ofensa
    después de devorarla. La maldad
    tiene en ella el nombre de ruindad.
    Es pequeña, mezquina, sucia, fea
    y asquerosa, acepta cualquier cosa
    por devorar el bien y se recrea
    siendo el gusano que seca la rosa.

      Así empezó mi Guía y añadió:
      —He aquí el engaño, la serpiente
    disfrazada. ¡Cómo mueve, impaciente,
    su envenenada púa! ¡Bien urdió
    su emboscada¡, ¡ni Aracne tejió
    mejor tela!
                    Hela, en el saliente
    de la roca, afable y sonriente,
    mira con qué cuidado engalanó
    el traje de embaucar para su presa.
    Su cola en el vacío contrapesa,
    haciendo arco, el peso que se agarra
    al borde, cual nave cuya amarra
    pretende estar al tiempo dentro y fuera.
    Vayamos al encuentro de la fiera
    y ya verá qué pronto la domeño.

      Fuimos a la derecha, descendiendo,
    dejando arena y fuego. Yo iba viendo
    que había gente al borde y mi Dueño
    me los mostró:

                          Yo quedo en este empeño,
    tú ve a verlos, en tanto contiendo
    con el monstruo, pero te recomiendo
    que no te esfuerces, todo allí es pequeño,
    mezquino y vil. Son los usureros.
    Verás colgada a modo de bicheros,
    sus bolsas en sus pechos, ¡su tesoro!
    Siempre han sido la escoria y el desdoro
    de la Humanidad. Para ellos, el progreso
    del mundo se mide según el peso
    de sus ganancias.

                             Hijo, Dios creó
    al hombre y estableció: “Creced
    y poseed la tierra, encended
    mi Luz en la materia”, y  le dio
    el mundo. Pero el usurero no
    acepta esta Ley. Sacia su sed
    en sus cuentas y tiende su red
    propia, tan mísero, que hasta lo
    desprecia el fraude.

                                Y así, a solas
    me llegué a los que estaban yaciendo,
    las piernas al abismo, sofocados
    como perros en verano. Las olas
    de fuego les llegaban de ambos lados,
    y cual hacen los canes, repeliendo
    los tábanos, ora con el hocico
    o con las patas, echados al suelo,
    así ellos, con sus manos en revuelo
    de moquero, de inútil abanico,
    saciando sus miradas en su rico
    botín, saliéndoles el duelo
    por los ojos y el insaciable anhelo…
    de más riquezas.
                            Nunca hubo borrico
    más fijo en el talego de su pienso,
    como ellos a las bolsas de sus cuellos.
    Y al observarlos, vi distintos sellos
    y dibujos, a modo de las marcas
    que separan las arcas de las arcas:
    una tenía el fondo azul intenso
    y dentro de una marrana; otra un león
    sobre fondo pardo; otra roja
    con una oca blanca.

                                 —¡Vete! ¡Moja
    en otro plato! —me gritó cabezón
    el de la cerda—. Y luego con fruición,
    añadió:  —No es preciso que escoja
    su puesto mi vecino que manoja
    en tu tierra. ¡Venga ya su pendón!
    ¡Venga ya las Tres Cabras con su rey!,
    que bien lo deseo y ya le guardo
    sitio a mi izquierda. Traiga bien repleta
    su bolsa, ¡y pronto!, que me inquieta
    la espera y harto ha que le aguardo.
    Y sacaba la lengua, como un buey
    que se lame.
                       Le dejé con su mueca
    y volví a mi Maestro que se había
    subido sobre el monstruo y me decía:
      —Ahora se valiente, sube, trueca
    tierra por aire. ¡Nunca hallé más seca
    la garganta!  —Ve delante  —añadía
    mi Señor—, pues su cola podría
    lastimarte, mas ve que se desfleca
    contra mí.
                    Como el escalofrío
    de la fiebre, así fue el primer
    impulso. Pronto volví a creer
    en mi Señor. Estaba tan vacío
    que murmuré: “procura sostenerme"
    y no salió mi voz.

                             Bastóle verme
    al Poeta, que firme me tomó
    en sus brazos y me montó, haciendo
    de escudo contra el aguijón. Y viendo
    que ya estaba seguro, ordenó
    al bicho:  —Puedes bajar. Pero no
    como estás pensando. Baja haciendo
    giros y ve que te miro y entiendo
    tus mañas.¡Bien que le conoció
    aquél!, más que mi miedo.
                                      
                                         Cual la nave
    cuando sale del puerto, retrocede
    poco a poco, hasta que se aleja,
    así Gerión deshace la madeja
    de sus garras, pone su cola cabe
    su cabeza, y luego, cual procede
    en tal gentil figura, haciendo
    un sesgo cual si fuera un anguila,
    abre sus alas, que mi ser vacila
    en describir, y sigue descendiendo
    en círculos.
                        De mi cuerpo, entiendo
    que es sudor frío. Mi mente oscila
    entre el abismo y el que me vigila.
    El aire azota el rostro, pretendiendo
    agrandar mi pánico. Oigo ruido
    del torrente, miro abajo y aturdido
    cierro los ojos, en un mundo ruego
    ante la escena de terror y fuego.
    Y tras un vuelo que yo siento eterno,
    tocan mis pies en el tercer infierno.


                    ORACIÓN

       Señora de la Paz que velas sola,
    la soledad del hombre, ¡hay tanta pena!,
    ¡está tan confundido con la arena!,
    ¡está tan siempre al borde de la ola!

      Señora de la Paz, la caracola
    donde el Amor se escucha y se serena
    el alma de su angustia. Tú, la llena
    de gracia, la sonrisa que arrebola.

      La del "no tienen", la que nada pide.
    Tú, la mirada donde Dios se mira.
    Tú, la fe, la esperanza, la humildad.
    Tú, la palabra donde Dios decide.
    Tú, su poema, su canción, su lira.
    Virgen, Madre de Dios, danos la paz.

  • CANTO XVIII · La Codicia

    La codicia: el cubil de la loba, las Bolsas malditas. Círculo octavo. Primera Bolsa: látigos. Manipuladores del sentimiento: Venedico. Jasón. Segunda Bolsa: estiércol. Aduladores: Alessio, Tais.

    Canto XVIII

      Hay en el Infierno un lugar llamado
    las Bolsas Malditas. Lo forman diez
    fosos que en círculos, cada vez
    más estrechos, hacen plano inclinado
    en embudo. Cada uno está aislado
    de los otros por una ancha pared
    de piedra roja y  hay una red
    de arcos—puentes que parten del lado
    externo. En el fondo, se abre la
    boca del pozo donde todo es
    muerte.

                Raudo, Gerión se va,
    mordiendo esta vez el revés
    de su cebo. Estamos al borde del
    primer foso. Virgilio toma el
    giro a la izquierda y puedo ver
    abajo, a mi derecha, el suelo
    de la zanja y el minucioso celo
    de los látigos, que en el poder
    de los demonios, muestran saber
    su oficio. Los espíritus —hielo
    enfebrecido— se gozan del duelo
    del hombre.
                       Y cual se suele hacer
    en las calles, allí los condenados
    corren en dos sentidos —como rueda
    de doble dirección—, azotados
    continuamente, sin que nada pueda
    evitarlo.
                 Vuelve a mi recuerdo
    la loba maliciosa y cómo pierdo
    toda mi esperanza al contemplar
    sus ojos, y me estremezco ante lo
    que me preparaba. ¡Bien lo vio
    mi Guía, que me hizo escapar
    de sus garras, a costa de cruzar
    el Abismo! ¡Bien lo conoció
    la que desde el Cielo me envió
    su ayuda!
                    ¡Malas Bolsas! ¡El lugar
    donde lleva la codicia a su presa
    para devorarla! El hombre no
    pierde su alma, poco a poco la
    va entregando, poco a poco la va
    matando en sí, hasta que entró
    en la boca de la muerte: besa
    al Amigo y le vende.
                                     Al ir
    caminando, mi vista reparó
    en una sombra que me pareció
    conocida, aunque sin distinguir
    su rostro. Me paré a concluir
    mi examen y mi Guía consintió
    en volverse un poco, para que lo
    hiciera. No fue éste el sentir
    del de abajo, que se quiso ocultar
    bajando el rostro, pero de poco
    le valió:  —Si no me equivoco
    —le digo—, tú eres Venedico. ¿Qué
    te hizo llegar aquí?
                              Y él:  —Se
    que lo sabes, aunque más dio en hablar
    tu pueblo. Soy el que llevó
    a su hermana a ceder y entregarse
    a los gustos del grande, por cobrarse
    el precio. Y espléndido me pagó
    el capricho. Pero no soy yo
    el único, que en lo de rentarse
    de las honras, sí puede honrarse
    mi avara tierra.
                            En estas le hincó
    el látigo un demonio, gritando:
      —¡Corre aprisa, rufián, como corrió
    tu ansia! ¿Es que ya se sació
    tu codicia? ¡Corre! ¡Sigue hurgando!
    ¡Ve si aquí hay mujeres que mercar!

      Yo vuelvo con mi Guía, y tras andar
    un corto trecho por el borde, damos
    con un lugar en donde sobresale
    un gran peñasco que aquí nos vale
    de puente, y por él nos separamos
    de la primera orilla.
                                   Estamos
    sobre el vacío. Entra y sale
    la doble hilera, tal que no la iguale
    rebaño a matadero. Nos paramos
    en el medio del arco, y mi Maestro
    me muestra, a mi derecha, la fila
    de dentro que ahora nos viene
    de cara:
              —Ése es Jasón, tan diestro
    como falaz: seduce a Hipsila,
    que le salvó de la muerte, obtiene
    lo que buscaba y la abandona,
    dejándola encinta, igual que
    a Medea. Harto necio fue
    su valor, pues aquí no se perdona
    su infamia. ¡Vámonos!, esta zona
    no merece mirada, ni que el pie
    se detenga, ni pena alguna de
    su tormento. No en vano se traiciona
    al sentimiento
                          Y cruzando el puente,
    pasamos sobre el arco del segundo
    foso. Un hedor, denso y pestilente,
    sube del fondo y cubre la roca
    de un moho tan sucio que provoca
    náuseas. El hueco es tan profundo
    y angosto que no es posible hallar
    el suelo, e inútil, la mirada
    topa con la pared. Pero en la arcada,
    hacia el centro, vemos despuntar
    un peñasco que parece retar
    al vacío.
               Desde allí, bajada
    la vista y no poco esforzada,
    llego al final de aquel lugar
    infecto. No existe muladar,
    ni letrina, ni estercolero que
    se le parezca. Y revolcándose
    en él, vi a mucha gente, hozándose
    en su inmundicia.
                                Pronto me fijé
    en uno, que me era familiar
    por sus gestos. Y él, que lo notó,
    me grita:  —¿Por qué me miras más
    que a los demás? Y yo:  —Porque estás
    muy sucio, Alesio. Eso es lo
    que veo.
                 El otro se golpeó
    la cabezota, gruñendo a su compás:
    —Aquí estoy tras mi lengua que jamás
    se sació de alabanzas.
                                        Concluyó
    mi Maestro: —Si te inclinas, verás
    a esa mujer infecta, que se araña
    con sus uñas inmundas. Es Tais, la
    cortesana: siempre te admirará,
    si eres rico. Ya está esa alimaña
    en su sitio.
                      Y no quise ver más.

  • CANTO XX · Cuarta Bolsa. El Ser Desencajado

    Cuarta Bolsa: el ser desencajado. Manipuladores del porvenir. Adivinos. Anfinarao. Manto. Historia de Mantua.

    Canto XX

      Veo un pozo lleno de angustiosos
    llantos y gente que camina, cual
    en las procesiones, en espectral
    silencio. Sus pasos son penosos
    y amargos; sus andares, fatigosos
    y extraños. Y al mirar más fijo al
    fondo, veo los cuerpos de tal
    modo deformados, tan deshonrosos
    a la figura humana, que no puedo
    contener el llanto y me quedo
    apoyado en una piedra. Pues
    donde debe estar la cara, está
    la nuca, a la espalda sigue la
    barbilla y su llanto, al revés,
    moja las nalgas.
                          Aquí mi Señor
    me toma por los hombros y me gira
    hacia sus ojos: —La mentira
    —me dice— no merece el favor
    de la piedad. Quede cada autor
    con su obra. Así pues, retira
    tu llanto, alza la frente y mira
    a Anfiarao, que sin temor
    de Dios ni de los hombres, a despecho
    de las sagradas leyes, dio en hurgar
    en su futuro.
                         La tierra se abrió por
    sus pies y no paró de rodar
    hasta que Minos le mandó a este horror.
    Ve que de sus espaldas ha hecho pecho
    y va hacia atrás: porque quiso ver mucho,
    demasiado, y mal. No ha evitado
    sus predicciones. Ya ha encontrado
    suelo y talón. ¡Míralo!, al ducho
    del porvenir, al cobarde aguilucho
    de altos vuelos.
                           Hijo, ten cuidado
    con los adivinos, han desgraciado
    a mucha gente. Yo en mis versos lucho
    contra ellos. Despiertan la codicia
    y sus augurios inducen al hombre
    a la impaciencia. Harto sé de
    grandes crímenes por la malicia,
    la insidia y la perversa fe
    de sus presagios. ¡Mal saben el nombre
    de la libertad!
                        Y mira ahora
    a Tiresias y a Arontas, que también
    fueron grandes magos y con muy buen
    provecho. Y esa otra que llora,
    cuyo cabello suelto se desflora
    en sus pechos, velludos como en
    los hombres, y henchida de desdén,
    es Manto, la antigua moradora
    de mi ciudad. Y he cómo se fundó.

      “Muerto su padre y Tebas ya
    destruida, ella, errante, vagó
    por muchas tierras. Al norte de la
    bella Italia, al pie del
    Alpe, sobre el Tiralli, en el
    punto de tres sedes, yace impar
    un lago: el Benaco. A él va
    el agua de mil fuentes, y ya
    repleto, la que no puede guardar
    en su seno, la vierte al cantar
    de mil arroyos y un río que da
    al Pó en Goberno y se llamará
    el Mincio. Poco ha de navegar,
    cuando cae en un llano pantanoso.

       Manto llegó a aquel valle tortuoso,
    divisó una tierra y, por evitar
    a los hombres, la decidió habitar
    con sus siervos. Allí se dedicó
    a sus maleficios y allí dejó
    sus huesos.
                     Los hombres, esparcidos
    por los alrededores, acudieron
    luego de su muerte e hicieron
    la ciudad — doblemente protegidos
    por el pantano—, e inadvertidos,
    la llamaron Mantua, y  crecieron,
    hasta los Casalodi, que sufrieron
    de locura, engaños y descuidos”.

    Mucho ha dado en rondar la fantasía.
    Tú mira siempre con simplicidad
    y atente a lo hechos: la verdad
    nunca ha de avergonzarnos. Oirás
    historias, muy diversas por demás,
    pero tal es su origen.
                                   —Sí, mi Guía
    —le digo—, pero ahora previene
    que estoy tras esta gente y que mi
    mente no se aparta de ellos. Ve si
    hay alguno que importe.

                                       —Allí viene
    Eurípilo —me dice—, lo tiene
    mi libro en algún verso y a ti
    te será familiar. Ve a Escot. y
    a Asdente. ¿Y que un tonto se llene
    de patrañas? Ahora ya sabe qué
    negocio hizo cambiando cuero
    y lezna por sortilegios. Y ve
    a esas miserables del agüero
    y los filtros.
                    Y vámonos, que ya
    la luna toca en Sevilla y la
    jornada apremia. Anoche estaba
    redonda y no la habrás olvidado,
    porque te iluminó en tu desolado
    vagar y, amable, no puso traba
    de nube a su luz.
                             Así me hablaba
    mi Señor, y más cosas que he callado
    en mis versos, aunque bien he guardado
    conmigo. No por eso acortaba
    el paso que firme y rectamente
    me guiaba. Y así, de puente en puente,
    casi sin darnos cuenta, estamos
    ya llegando a la quinta hendidura
    de Malas Bolsas. Y cuando la miramos,
    me pareció terriblemente oscura.