Alessio

  • CANTO XVIII · La Codicia

    La codicia: el cubil de la loba, las Bolsas malditas. Círculo octavo. Primera Bolsa: látigos. Manipuladores del sentimiento: Venedico. Jasón. Segunda Bolsa: estiércol. Aduladores: Alessio, Tais.

    Canto XVIII

      Hay en el Infierno un lugar llamado
    las Bolsas Malditas. Lo forman diez
    fosos que en círculos, cada vez
    más estrechos, hacen plano inclinado
    en embudo. Cada uno está aislado
    de los otros por una ancha pared
    de piedra roja y  hay una red
    de arcos—puentes que parten del lado
    externo. En el fondo, se abre la
    boca del pozo donde todo es
    muerte.

                Raudo, Gerión se va,
    mordiendo esta vez el revés
    de su cebo. Estamos al borde del
    primer foso. Virgilio toma el
    giro a la izquierda y puedo ver
    abajo, a mi derecha, el suelo
    de la zanja y el minucioso celo
    de los látigos, que en el poder
    de los demonios, muestran saber
    su oficio. Los espíritus —hielo
    enfebrecido— se gozan del duelo
    del hombre.
                       Y cual se suele hacer
    en las calles, allí los condenados
    corren en dos sentidos —como rueda
    de doble dirección—, azotados
    continuamente, sin que nada pueda
    evitarlo.
                 Vuelve a mi recuerdo
    la loba maliciosa y cómo pierdo
    toda mi esperanza al contemplar
    sus ojos, y me estremezco ante lo
    que me preparaba. ¡Bien lo vio
    mi Guía, que me hizo escapar
    de sus garras, a costa de cruzar
    el Abismo! ¡Bien lo conoció
    la que desde el Cielo me envió
    su ayuda!
                    ¡Malas Bolsas! ¡El lugar
    donde lleva la codicia a su presa
    para devorarla! El hombre no
    pierde su alma, poco a poco la
    va entregando, poco a poco la va
    matando en sí, hasta que entró
    en la boca de la muerte: besa
    al Amigo y le vende.
                                     Al ir
    caminando, mi vista reparó
    en una sombra que me pareció
    conocida, aunque sin distinguir
    su rostro. Me paré a concluir
    mi examen y mi Guía consintió
    en volverse un poco, para que lo
    hiciera. No fue éste el sentir
    del de abajo, que se quiso ocultar
    bajando el rostro, pero de poco
    le valió:  —Si no me equivoco
    —le digo—, tú eres Venedico. ¿Qué
    te hizo llegar aquí?
                              Y él:  —Se
    que lo sabes, aunque más dio en hablar
    tu pueblo. Soy el que llevó
    a su hermana a ceder y entregarse
    a los gustos del grande, por cobrarse
    el precio. Y espléndido me pagó
    el capricho. Pero no soy yo
    el único, que en lo de rentarse
    de las honras, sí puede honrarse
    mi avara tierra.
                            En estas le hincó
    el látigo un demonio, gritando:
      —¡Corre aprisa, rufián, como corrió
    tu ansia! ¿Es que ya se sació
    tu codicia? ¡Corre! ¡Sigue hurgando!
    ¡Ve si aquí hay mujeres que mercar!

      Yo vuelvo con mi Guía, y tras andar
    un corto trecho por el borde, damos
    con un lugar en donde sobresale
    un gran peñasco que aquí nos vale
    de puente, y por él nos separamos
    de la primera orilla.
                                   Estamos
    sobre el vacío. Entra y sale
    la doble hilera, tal que no la iguale
    rebaño a matadero. Nos paramos
    en el medio del arco, y mi Maestro
    me muestra, a mi derecha, la fila
    de dentro que ahora nos viene
    de cara:
              —Ése es Jasón, tan diestro
    como falaz: seduce a Hipsila,
    que le salvó de la muerte, obtiene
    lo que buscaba y la abandona,
    dejándola encinta, igual que
    a Medea. Harto necio fue
    su valor, pues aquí no se perdona
    su infamia. ¡Vámonos!, esta zona
    no merece mirada, ni que el pie
    se detenga, ni pena alguna de
    su tormento. No en vano se traiciona
    al sentimiento
                          Y cruzando el puente,
    pasamos sobre el arco del segundo
    foso. Un hedor, denso y pestilente,
    sube del fondo y cubre la roca
    de un moho tan sucio que provoca
    náuseas. El hueco es tan profundo
    y angosto que no es posible hallar
    el suelo, e inútil, la mirada
    topa con la pared. Pero en la arcada,
    hacia el centro, vemos despuntar
    un peñasco que parece retar
    al vacío.
               Desde allí, bajada
    la vista y no poco esforzada,
    llego al final de aquel lugar
    infecto. No existe muladar,
    ni letrina, ni estercolero que
    se le parezca. Y revolcándose
    en él, vi a mucha gente, hozándose
    en su inmundicia.
                                Pronto me fijé
    en uno, que me era familiar
    por sus gestos. Y él, que lo notó,
    me grita:  —¿Por qué me miras más
    que a los demás? Y yo:  —Porque estás
    muy sucio, Alesio. Eso es lo
    que veo.
                 El otro se golpeó
    la cabezota, gruñendo a su compás:
    —Aquí estoy tras mi lengua que jamás
    se sació de alabanzas.
                                        Concluyó
    mi Maestro: —Si te inclinas, verás
    a esa mujer infecta, que se araña
    con sus uñas inmundas. Es Tais, la
    cortesana: siempre te admirará,
    si eres rico. Ya está esa alimaña
    en su sitio.
                      Y no quise ver más.